Hombre de hechuras cosmopolitas --más de sensibilidad y formación que de viajes--, el malagueño J. A. Muñoz Rojas, vecino de Madrid durante más de medio siglo, permaneció encadenado a su tierra natal por la nostalgia y la escritura.

Una Antequera de prodigiosa humanidad --la de los años diez-- dotó a su tremente espíritu de una riqueza inigualable de vivencias y sensaciones captadas por un alma de envidiable porosidad y hondura. Los últimos vestigios de la sociedad heril conservados en gran manera por una abuela materna de fastuosa personalidad encuadraron buena parte de la infancia de un niño huérfano de madre desde primera hora. Todas las cualidades positivas de aquel mundo tendrían en el autor de La gran Musaraña un inefable evocador. El último combate de la civilización agraria contra la modernidad librado en España --y caso de modo especial, en Andalucía-- en el primer cuarto del siglo XX encuentra en la citada obra y su complemento Las sombras su narrador quizá más completo, sin desmerecimiento alguno en su comparación con los relatos más descollantes que el mismo acontecimiento inspiró en la literatura latina y centroeuropea de las dos posguerras novecentistas. En toda la obra de Muñoz Rojas --prosa y verso-- se escucha con cercanía y constancia el eco de esa contienda agónica; pero en los dos libros citados su reconstrucción es morosa e impactante, con perfecta concordancia de intimismo y complicidad. Gentes en gran número y diversidad --ayas, criados, curas, maestros, médicos, jornaleros--, oficios también en cantidad notable --barberos, cocheros, taberneros, comerciantes, guarnicioneros, viajantes, predicadores-- y sensaciones incontables --impresiones de aulas, iglesias, capillas, cortijos, tiendas, entierros, visitas, trenes, carruajes, confesiones---, pueblan el rico, inagotable universo de la niñez de una personalidad externamente muy alejada del estereotipo del meridional. Recatado y sobrio en su vida profesional, de no muchas pero adunadas amistades, el poeta de Sonetos de amor por un autor indiferente o Entre olvidos cinceló en su producción y, de forma en extremo singular, en las obras más arriba mencionadas tal vez el planeta sensorial más ancho de las letras españolas contemporáneas. Ciudades, hombres --y mujeres, si no en cifra, sí en dibujo y descripción, ricas-- sucesos --la caída de la monarquía alfonsina, la guerra-- en especial excruciante para él: asesinatos, incendios, devastación física y anímica-- se captan por una paleta impregnada de comprensión, inteligencia y finura. Con elegía, mas sin queja; con luminosidad sombreada; con realismo abierto; con gracilidad penumbrosa. La belleza y el amor vencedores; pero sólo tras la muerte y la postración. Semblanzas, viñetas, cuadros espejean con frecuencia en la remembranza de un pasado recreado por una pluma aliada de ordinario con el canon de los clásicos. Retratos como los del P. Ceñal, D. Ramón Carande, o Juan Lladó se incluyen por derecho propio en la antología hispana del género. Rememoraciones a la manera de un D. José Castillejo en el Centro de Estudios Históricos o de un Joaquín Romero Murube en su Alcázar sevillano encuentran rara compañía en las letras españolas de los tiempos modernos. Siempre autenticidad, siempre inventiva, siempre familiaridad con el supremo arte de escribir en las cumbres de la creación. Este artista irrepetible en mucho tiempo, este español cabal, este andaluz de una raza que halló en él uno de sus postreros especímenes recibirá en los próximos días un homenaje que deseamos, en un clima cultural estragado por la mostrenca rutina y las miras corraleñas, condigno de su valor superior, humano e intelectual.

* Catedrático