Tenemos un país vestido de azul. La victoria del PP es tan apabullante que, a bote pronto y solo por ahora, merece todo el reconocimiento y el deseo absolutamente sincero de que tengan el mayor éxito en su gestión, porque nuestros intereses colectivos están en sus manos. El otro frente, el derrotado, el mío, el de los siete millones de ciudadanos que han protegido con su voto unas ideas, está severamente tocado. Y es hora de analizar las causas de la debacle pero, sobre todo, establecer medidas urgentes y eficaces para su recuperación. El Partido Socialista es central en la construcción política española. Nuestra democracia, claramente madura, soberana en la elección de sus alternancias, requiere de gobiernos legitimados, como el que vendrá, al igual que todos los que han sido, pero también de contrapesos equilibrados en la oposición. Por eso, el noqueo del socialismo democrático no puede durar mucho. Necesitamos alternativas. Uno. La clase media española, la franja económica que ingresa entre 20 y 40.000 euros anuales obtenidos de su trabajo por cuenta ajena o propia, está harta de ser contribuyente neto de la solidaridad y no recibir cierto retorno de su inversión social. Son la mayoría y no se identifican con una política errática en los peores tiempos de crisis que hayamos conocido, más vinculada al gesto minoritario que a una verdadera posición socialdemócrata. La crisis influye y se lleva por delante gobiernos, sin duda. Pero lo que define el voto es la confianza en la administración del futuro y, para ello, la credibilidad, ese patrimonio intangible, es esencial. Creo honestamente que separarse de los planteamientos de centro-izquierda para plegarse a exigencias económicas ajenas, insostenibles ideológicamente, ha propiciado este desastre electoral. No ha habido un crecimiento exponencial del votante conservador sino una deserción masiva del progresista. No se ven representados. Hay que desaprender y cautivarnos, otra vez, de la belleza y el acierto de lo simple, para ofrecer una opción apetecible para la gente común. Dos, pero no menos importante, de hecho, crucial. La clase dirigente que ha impulsado al socialismo democrático al desastre no puede pilotar el desierto. Ningún paño caliente modificará la realidad. Es la hora responsable de la militancia. Recibiremos su herencia, con agradecimiento por los servicios prestados que, con tiempo y en justicia, podrán valorarse mejor. Pero basta. Hay que dirigirse sin mesas camilla, cuyo resultado es catastrófico. Apuesto por mesas con urnas donde el sufragio universal, libre, igual, directo y secreto sustituya las voluntades parciales, tantas veces hipotecadas y serviles, por una voluntad colectiva, legitimada, exigente y plenamente democrática. La ciudadanía exige un cambio de marco, de rumbo y de liderazgo, por ese orden. Ningún nivel de decisión se ve excluido de este mensaje. Tres, por ahora. Se abre una oportunidad para el cambio. Precisamos una revisión profunda de las ideas y de las personas. Se trata de que los carteles digan lo que pensamos y de hacer lo que decimos. Quien pega los carteles, a poner su cara en ellos. Quien le ha puesto cara al cartel, a coger la cola. Cambiar es responder a lo que se pide. Si no se exige, algo se pretende conservar: lastre. En su lugar, mejor democracia descaradamente audaz.

*Asesor jurídico