En la antigua Roma, la memoria y la supervivencia del difunto dependían de un rígido calendario de celebraciones, a cargo de sus deudos, fijadas en fechas concretas de su ciclo vital (el dies natalis o el dies mortis ), y en las diseñadas de forma genérica para el culto a los muertos, distribuidas entre febrero y junio. En ellas se renovaban el luto y los lazos familiares, además de asegurar la existencia del desaparecido, recordándolo y nutriéndolo a un tiempo. Hablo de los parentalia , del 13 al 21 de febrero, en homenaje a los padres difuntos o a los amigos más íntimos; los lemuria , del 9 al 13 de mayo, destinados a aplacar a Lemures y Larvae, espíritus nocivos en los que se convertían las almas solas o atormentadas, o aquellos muertos que no habían sido sepultados conforme al ritual establecido, y los Rosalia , entre mayo y junio, cuando en los países mediterráneos las rosas (símbolo también de los Campos Elíseos) se encuentran en el momento álgido de su floración. A tal fin, las tumbas podían ser dotadas de dispositivos especiales para facilitar las libaciones, cocinas, pozos para asegurar su limpieza y el suministro de agua a los ritos funerarios, y triclinia para los banquetes, dispuestos dentro o fuera del edificio funerario, con lo que se honraba al finado al tiempo que se hacía ostentación. Todo esto debía originar un continuo trasiego en las necrópolis que, unido a la alternancia de las tumbas con casas de campo, quemaderos, santuarios e incluso tabernas o instalaciones industriales de diverso tipo, dibujan para ellas un mundo pleno de vida, perfectamente integrado en la dinámica cotidiana de la ciudad.

En este ceremonial eran básicos los banquetes funerarios. Lo normal fue que las ofrendas compartidas con el difunto incluyesen la sangre de las víctimas, leche, vino, aceite, miel, harina, perfumes y flores, particularmente rosas (rojas) y violetas, que por su relación con Attis evocaban la resurrección (de la sangre que impregnó la tierra tras la castración del dios surgieron violetas, y lo mismo que él nacía y moría cada año, en directa conexión con el ciclo estacional de la naturaleza, dichas flores se convirtieron en símbolo de vida renovada). Parece, de hecho, que el calendario romano de fiestas funerarias contó con un dies violae , dedicado específicamente a llevar violetas a los muertos, a veces entrelazadas en guirnaldas. Tales premisas han sido bien comprobadas estos últimos años en necrópolis galorromanas de los siglos I y II d.C., cuyos enterramientos de cremación documentan gran cantidad de restos animales: básicamente, cápridos (también algún óvido) y suidos jóvenes (cerdo o jabalí), con mayor presencia de los segundos y a veces asociados entre sí, en un número que puede llegar a varios individuos por tumba. Aparecen también cánidos, aves (pájaros y gallináceas), conejos, y en buena parte de las tumbas productos alimenticios de carácter vegetal: cereales, leguminosas (guisantes, judías y lentejas), aceitunas, higos, uvas, cerezas, melocotones, endrinas, manzanas, peras, frutos secos (almendras, avellanas, nueces, piñones, castañas-), dátiles, bellota, escaramujo y, por supuesto, pan, cuyos restos calcinados menudean. Por fin, fue frecuente el ofrecimiento de huevos: como alimento, pero también como principios de regeneración y de vida, conforme a los preceptos cosmogónicos del orfismo; de caracoles, ranas y sapos, que, por su particular ciclo biológico, eran introducidos en la tumba como símbolos de resurrección. Todos estos alimentos, que pudieron ser quemados con el difunto o consumidos durante o después de la cremación, aparecen eventualmente en los ajuares cocinados en platos y cuencos; y no faltan huellas de celebraciones posteriores al sepelio, cuyos restos se enterraban en fosas abiertas a propósito en el terreno (silicernia). No olvidemos que muchos pobres, y más de un animal callejero, se mantenían de las ofrendas que dejaban las familias junto a las tumbas.

En la Bética disponemos de información sobre la celebración de banquetes funerarios en buena parte de sus necrópolis urbanas (Acinipo, Carissa Aurelia, Gades, Onuba-), de forma directamente proporcional al carácter más o menos reciente de su fecha de intervención, ya que una tumba debe ser muy bien excavada para que se detecte en ella las huellas de este tipo de prácticas, y por desgracia esto no ha sido lo común. Así ocurre en Córdoba, donde contamos, como contrapartida, con un epitafio sobre piedra en cuyo texto el fallecido pide a sus herederos que rieguen con vino sus huesos y esparzan flores sobre ellos a fin de nutrirlo y recordarlo, mientras su alma, borracha, sobrevuela la tumba como una mariposa. Bien atendidos, los espíritus de los familiares fallecidos (Manes) se erigían en importantes aliados, protectores de la familia y de su papel en el mundo, incluso intermediarios con el más allá. La eternidad, pues, como hoy, en las manos imprevisibles, y con frecuencia poco generosas, de los vivos...

*Catedrático de Arqueología