Alrededor del consumo de energía hogareña nos han montado una superestructura que acabará por ahogarnos económicamente y que ya nos está cabreando a la hora del almuerzo y de la siesta cuando esas vocecitas sureñas (necesitadas de trabajo y, supongo, explotadas) nos incitan a cambiarnos de compañía telefónica. La leña, el carbón, el butano y la electricidad han sido compañeros de nuestro viaje por la vida en sus versiones auténticas: transformar la materia prima en alimento apetecible y calentarnos con el frío o enfriarnos con la calor. Y el teléfono cumplía su primitiva misión: poner en comunicación a las personas que se encontraban a larga distancia. Pero a eso, que es la esencia, le han cambiado de nombre (como a los cocineros, que los llaman restauradores y directores de tal o cual establecimiento) y casi de función. El gas, en su versión ciudad, se ha convertido en un tormento más parecido a una cámara de exterminio que a una necesidad básica. Porque no te cobran por lo que consumes sino por los extras esos que no entiendes en el recibo. Pura falacia de pagar por lo virtual que te hace echar de menos la bombona de butano (que ayer subió de precio) porque pagabas lo que consumías más la propina del butanero aunque te expusieses a quedarte congelado en la ducha ese día de invierno en que el nivel del gas no daba para una llama. Con la electricidad pasa igual: ahora pagas en un mes lo que antes en dos. Con el teléfono sí que han hecho lo que han querido: no te cobran por aquellas conferencias con tu hermana de Barcelona y pagas el doble por decirle a tu mujer que vaya echando el arroz. Todo esto te hace sentirte persona estafada que piensa que la energía ni se crea ni se destruye, se transforma en un recibo inflado de euros.