En una Córdoba donde cada uno va a lo suyo, sin que haya proyectos que susciten grandes emociones colectivas y mucho menos actuaciones al unísono sino todo lo contrario --aquí cada uno tira para su lado hasta que la soga se rompe--, es loable el grado de implicación ciudadana suscitado por el reto de la capitalidad del 2016. Tanto que, aunque no lo consiguiéramos, el esfuerzo que la ciudad viene desplegando ya habría merecido la pena solo por la imagen que nos quedó para la historia hace unos días, la del pavimento del Puente Romano --el del granito rosa de la discordia-- tomado hasta el último centímetro por miles de cordobeses, cada uno de su padre y de su madre, enfundados en una camiseta azul reivindicando ser por un año el centro de atención de Europa. Una hazaña en la que los ciudadanos fueron mucho más allá de las mejores expectativas de los políticos (aunque eso a muchos les supuso, ay, quedarse sin la deseada camiseta para el recuerdo). Pero además significó conseguir lo mejor que se podía esperar: sembrar de una vez por todas la esperanza compartida a pie de calle.

Ahora otro gesto se une a esa ilusión de ciudad gracias a los vecinos del Alcázar Viejo, que han ofrecido convertir todo el barrio, ya de por sí como un pueblo encalado y ajeno al ritmo loco del resto de la capital, en un gran patio abierto al visitante. En realidad lo ha sido siempre durante un par de semanas de mayo, llegado el concurso anual, pero ahora se trata de mantener macetas y vida externa hasta que el 3 de junio llegue el jurado que habrá de examinarnos para ver si somos dignos de la capitalidad cultural. Una oferta generosa que además caldea otro objetivo, que la Unesco declare nuestros patios Patrimonio de la Humanidad. Que cunda el ejemplo.