Es muy fácil clamar ahora contra los hipócritas gobiernos europeos, amigos de dictadores, pero la verdad es que no recuerdo haber leído muchos artículos en los últimos años en los que se denunciaran las tiranías de Ben Ali, o de Mubarak, o de Ali Abdalá Saleh, ni siquiera de ese loco llamado Gadafi, con esa jaima que --en el fondo-- tanto nos hacía reír. Tampoco he escuchado demasiadas críticas a estos sátrapas en las charlas con las que animábamos nuestros desayunos, al tiempo que el gas argelino calentaba nuestros democráticos traseros. Los honestos e indignados ciudadanos que tanto nos conmovemos ahora por las penurias de nuestros vecinos del sur, nos las hemos apañado bastante bien durante todo este tiempo de sangre y fuego. Llamamos hipócritas a nuestros gobiernos porque anteponen mezquinos intereses estratégicos (tales como la seguridad energética o la contención del integrismo islámico) a la defensa de la democracia y de los derechos humanos en países que apenas conocemos. Pero nos sentimos muy a gusto de estar así de calentitos durante el desayuno, y desde luego bastante tranquilos de que ningún ayatolá clame por nuestra muerte al otro lado del estrecho.

No pretendo elogiar las dictaduras del mundo árabe, ni la política conciliadora de Occidente hacia regímenes sanguinarios. Mi propósito es mucho más modesto: denunciar la hipocresía de quienes ahora se escandalizan por lo que durante tanto tiempo se negaron a ver, quedando sin embargo tan cerca de nosotros como lo siguen estando ahora la plaza Tahrir o las míseras calles de Nuakchot. Se nos llena la boca de autocomplacencia cuando criticamos la gran hipocresía de esos políticos que velan por nuestra comodidad y nuestra seguridad (cometiendo, sin duda, grandes errores), pero tendríamos que detenernos al menos un instante en esa pequeña hipocresía que desplegamos a diario en nuestro menudo tráfico doméstico.

La política internacional no es un baile de salón. En ella aúlla, libre de trabas, el homo homini lupus. Estamos tan habituados a la protección que nos ofrecen los mecanismos del Estado de derecho, que nos cuesta trabajo imaginar los rigores de esa jungla en la que se desenvuelven las relaciones entre países, especialmente cuando muchos de esos países --la mayoría, en realidad-- carecen a su vez de un Estado de derecho. Para nuestra fortuna, no somos nosotros, sino nuestros gobiernos quienes tienen que lidiar con los matarifes de esas naciones martirizadas. Pues lo cierto es que vivimos junto a ellas, y que alguna relación hemos de tener con ellas (aunque solo sea para ayudar a calentar este restaurante donde, frente al café, criticamos tan duramente al gobierno por su hipocresía). Hay que contar con un estómago muy potente para digerir los platos que a diario nos ofrece la política internacional. Resulta fácil ser implacable cuando uno se limita a untar sobre el pan la mantequilla medio derretida.

Por una vez, no seamos tan hipócritas. Tengamos la valentía de decir que en estos últimos años todos (o casi todos) hemos vivido muy cómodamente en compañía de esos sátrapas corruptos, de esa pandilla de ladrones y asesinos. Conjuguemos también nosotros la ética de la convicción con la ética de la responsabilidad, y no dejemos esta última en manos exclusivas de los políticos. Aprovechemos la oportunidad histórica de que las revueltas egipcia o tunecina (no sabemos todavía lo que ha pasado en Libia, o lo que podría suceder en Argelia si el FIS toma las riendas de las revueltas) no se han escorado en la dirección de un integrismo fanático --lo cual parecía perfectamente posible--, sino que han hecho suyo nuestro familiar lenguaje de los derechos humanos. ¡Qué panorama tan maravilloso si nuestra frontera sur se poblara de democracias!

No nos ensañemos con los errores de cálculo cometidos por nuestros gobiernos (pues no hay duda de que nosotros, ¿verdad?, habríamos sido más perspicaces) y alentémoslos para que, con la información de que hoy disponen, ayuden a construir al otro lado del Mediterráneo gobiernos dignos y fiables. El mundo no se hace solo con grandes palabras, sino con realidades a menudo duras e ingratas. No nos quedemos nosotros solo con aquellas y dejemos el monopolio de éstas a los políticos, para criticarlos luego si se rodean de malas compañías. ¡Dejemos ya de pontificar como rabiosos ayatolás de café! Seamos responsables en nuestro pequeño mundo, allí donde medra esa mala hierba que es la pequeña hipocresía.

* Escritor