No se refiere ahora el articulista al tan debatido declive de la prensa diaria en los hábitos y costumbres de las mujeres y hombres occidentales, sino a la probable desaparición de la literatura que encontró durante siglos cauce y expresión en los diarios redactados a menudo de occultis y, con mayor frecuencia aún, con intención y voluntad póstumas del lado de su autor o autora. Con el gradual pero irrefrenable abandono del texto impreso, tan minoritario género --al menos, en los países mediterráneos-- tiene ya decretado dicho y amargo destino. En todo caso, al margen de los derroteros digitales, internautas y demás posesos ingenios, las circunstancias hodiernas no pintan, desde luego, oros para el cultivo de la literatura "diarista", muy distinta en casi todo, pese a apariencias formales y de otra índole, a la memorialística y autobiográfica. Los tártagos del presente, con sus rupturas del tiempo histórico y la cadena de las generaciones, hacen muy desazonante la escritura íntima, rasgeada, cuando es auténtica, sin pulsión de futuro, orillada en el consumo personal o, a lo máximo, minoritario de legatarios y herederos con nombre y apellidos. Será muy difícil que alguien educado en la galaxia Gutenberg entregue el festín de su yo a los modernos métodos, cuyos usufructuarios son, a primera vista, los más alejados de la sensibilidad y pensamiento de los, por lo común, elitistas autores de diarios.

El tiempo, con todo, dirá (aunque es harto previsible su pronunciamiento). Entretanto, nadie podrá quitar el dolorido sentir a los amantes de tan selectas letras frente a su acentuado estiaje en la década ya transcurrida del siglo XXI. La centuria precedente y, sobre todo, la ochocentista fueron épocas muy propicias a una prosa identificada, quizá algo abusivamente, con la eclosión y auge burgueses. Un español del novecientos, Gregorio Marañón (1887-1960), de paralaje intelectual muy ancho, hizo las delicias de su extenso público con la glosa de los textos memoriográficos del oscuro profesor suizo Amiel, en un tiempo en que la divulgación del freudismo --el célebre médico, según es sabido, no se integró nunca en la cofradía del autor de La interpretación de los sueños , pero sorbió y quedó impregnado de la densa atmósfera nacida en su redor-- rompía todas las marcas de las letras y la crítica. En su onda tal vez, pero, en todo caso, en dicho clima cultural se engolfó en su labor el diarista quizá más sobresaliente y genuino de una literatura tan rica y diversa como la española: Manuel Azaña y Díaz (1880-1940). Sus textos encuadrados en esa clasificación constituyen un prodigio o un dechado --a elección, sin descartar, tampoco, el vocablo maravilla...-- de esa producción, no sólo en parámetros nacionales sino igualmente universales. Todo lo que es propio y esencial del mencionado género restalla en unas páginas editadas por vez primera en horas de tormenta y tragedia y asentadas definitivamente, medio siglo largo más tarde, con pulcritud.

A falta de nuevas contribuciones de tan alto gálibo, los amadores y nostálgicos de tan bellas y enjundiosas letras airearán melancolías y sinsabores con su relectura. Por descontado que en una bibliografía torrencial y casi oceánica como es la salida de las prensas españolas en las fechas que corren existen nombres destacados en tan abundosa publicística dedicados, ocasional o enteramente, al oficio de diarista. De algunos de sus ejemplos más señalados, el cronista dio, in illo tempore , cuenta y razón pormenorizada de parte o del conjunto de su obra incluida en la materia mencionada. Notoria en términos globales, dicha contribución distaba y dista de eclipsar la obra azañiana, pero servía y sirve para reforzar el anhelo de desear nuevas y radiantes jornadas a una literatura que, acaso contra la evidencia, sus degustadores se resisten a perder.

* Catedrático