En ese triángulo que forman el costado sur de la Mezquita, el Triunfo de San Rafael y la Puerta del Puente tuvo que estar enclavado en su día el Paraíso. Quizá por eso conserve sus símbolos eternos como referencia y conceda a cada generación la gracia de adaptar el espacio a los modos, las modas, los tiempos, las economías y los entusiasmos. Lo eterno es la Mezquita, la calle Amador de los Ríos, el palacio Episcopal, el Triunfo de San Rafael, la Puerta del Puente y la casa de Señán González, de arquitectura andalusí, que ahora la están reformando por partes. La otra parte del Paraíso, la de cielo más abierto y ecologista, es la conformada por el Puente Romano, la Calahorra, el San Rafael del Puente, la fachada sur del Seminario y, al menos hasta hace nada, esa especie de altar laico en el que los poetas "rezaban" a Góngora y su gran río y los enamorados sentían la tarde e intuían deseos tras las cercanas ventanas. Yo no sé si el Paraíso terrenal, el de la manzana de Adán y Eva, localizado entre el Tigris y el Eúfrates, en Mesopotamia, la tierra entre ríos entre Europa y Asia, fue mudable mientras existió. Pero este de Córdoba sí que lo es. No hay lugar de la ciudad visto en fotos, oleos, acuarelas o a lápiz que haya modificado más su fisonomía que el comprendido entre la Calahorra y la Mezquita, con sus derivaciones Ribera-Alcázar-Caballerizas. Es el espacio que, conservando el porcentaje de belleza por metro cuadrado más elevado de Córdoba, ha variado más a lo largo de la historia. Eso no quiere decir sino que cada generación amolda la belleza a su estilo y que esa belleza debe de ser de tantos quilates que siempre brillará por encima de personalismos con firma de autor. O sea, que este lugar siempre se paracerá al Paraíso, que en su día tuvo que estar enclavado aquí.