En los años ochenta del siglo pasado, empecé a utilizar el ordenador personal para tratamiento de textos. Aquello era una moda y una comodidad pero también un tormento. Ahorrabas mucho tiempo: cambiar el nombre al personaje de una novela de doscientas páginas, corregir errores ortográficos, lograr un buen formato con sus correctos márgenes, sacar copias... Pero también pasabas muy malos ratos, cuando por el simple hecho de pulsar la tecla equivocada, el texto desaparecía, se descomponía en dos mitades o llegaba a reducirse hasta tamaños imposibles. Aquello fue motivo o argumento para publicar en este mismo periódico algunos de mis desesperantes infortunios. Por entonces, con los comienzos de su uso para la generalidad tenía interés como noticia.

Mi buen amigo y gran pintor Antonio Povedano, durante una de aquellas Tertulias de los Jueves, que estuvimos celebrando con personas inquietas e ininterrumpidamente durante años, se reía de mis desventuras porque había leído el escrito. Lo hacía sin maldad pero, sin duda, con cierta socarronería. ¿Cómo te metes en esos fregados sin tener ni puñetera idea? Y es que, de verdad, había estado a punto de defenestrar aquel maldito artilugio que me estaba volviendo loco.

Si al artista y amigo, vivo siempre en la memoria, le contase lo que ahora mismo me acontece, volvería a sonreír, antes de continuar con un paso atrás su siguiente pincelada. ¿Y eso para qué vale? La misma pregunta que hice yo al sudamericano con el que hablaba por teléfono. ¿Para qué sirven cincuenta megas? Había llamado a la compañía para cambiar la domiciliación de los recibos en el banco y, de paso, cuando conseguí hablar con un ser humano como yo --cosa harto difícil-- aproveché para quejarme de lo mucho que andaba pagando y, con tono tal vez amenazante, le dije que ya otras compañías me estaban ofreciendo los mismos servicios con mejores precios. Cierto, pero, por comodidad, no hubiese dado el paso. Fue entonces y por las buenas, cuando me amplió en treinta los canales de la televisión y, lo más notable, me aumentó Internet a cincuenta megas.

¡Menudo regalo! Me alegró aunque sólo entendía lo de los canales, ya que... ¿y eso de los cincuenta megas qué quiere decir? ¡Pues que va usted a volar con la velocidad en la red! Creí que se burlaba y, por eso, le dije: Cerraré la ventana por si acaso. Fue mucho peor lo que yo pensé pero el hombre estaba trabajando.

El maestro, aquel hombre de casi un siglo, que nunca se fue porque lo recordamos, me habría mirado a los ojos un instante. ¡Caramba, Luis, eso de los cincuenta megas suena a cosa grande e importante! ¿O no? De haber sido posible la pregunta, no hubiese sabido qué responderle porque, la verdad, no acabo de entenderlo, pues duermo tan mal como siempre, me sigo levantando a la misma hora, me alimento con cosas muy parecidas, no he cambiado de amigos y continúo preocupándome por todo. ¡Cincuenta megas! Y conste que me alegró el regalo al pensar en mi suerte y que podría, como "listillo", suscitar las envidias de todos aquellos a quienes lo contara. ¡Cincuenta megas! Y gratis o por el mismo precio. Porque, como un suceso insólito para mí, me siento bien contándolo. Aunque no sé si preocuparme o suspirar hondo y relajado por no ser capaz aún de esbozar una sonrisa como aquélla que, a veces y sin decir palabra, dibujaba en su rostro y durante unos segundos nuestro inmortal artista. No siempre estuvimos de acuerdo pero éramos paisanos y le estoy agradecido por las cosas que aprendí de él. ¡Nada menos que cincuenta megas, don Antonio! ¡Estos tiempos son la pera!.

* Profesor y escritor