La cercanía de elecciones conlleva, inevitablemente, la precipitada toma de rutilantes medidas. La idea de prohibir rodar por las calles a más de 30 km./h me parece un falso chocolate del loro. En principio, atajar los males con la sola medida de prohibir me parece no sólo bobamente simplista, sino antidemocrática y parece como si nuestros actuales dirigentes no hubiesen aún nacido en 1968, año en el que las pancartas de "prohibido prohibir" proliferaron por toda la Europa civilizada. Pero es que, además, si se trata de salvar vidas, no deja de resultar criminal regular la velocidad de forma tal que "sólo" pierdan la vida el 5% de los atropellados (¿qué decir a las inconsolables madres de ese 5%?), pues los gobernantes deberían estar para velar por la vida del 100% de los ciudadanos. Veo mucho más útil (si de salvar vidas se trata) imponer una velocidad de 2 km/h, o, aún mejor, de 0 km./h; es la única forma de evitar muertes y, aún así, algún peatón podría partirse la crisma chocando (mientras camina leyendo el periódico) contra el automóvil parado, por lo que la mínima luz de la prudencia aconseja que no se sitúe vehículo alguno en la vía pública. ¿Llevaría ésto, a cambio, a la desaparición de la industria automovilística?; de ningún modo, lo que hay que hacer es seguir fabricando coches, aunque bajo otros conceptos, hay que hacer una nueva filosofía del automovilismo, que no ha de servir, forzosamente, para llevar al personal de un sitio a otro.

Como ejemplo, podemos tomar el del reyezuelo himalayo que, desde principios del pasado siglo, comproba cada año el último modelo a una famosa y exquisita industria británica. Nadie comprendía en la fábria para qué querría el sátrapa tan preciado vehículo, pues en su reino no había más vías que las que abrían las propias pezuñas de mulas y yaks (a cuyos lomos, por cierto, eran llevados los vehículos adquiridos hasta los jardines reales). Pero un año, el flamante vehículo fue devuelto al fabricante, junto con una nota en la que el soberano exponía que el coche no satisfacía sus necesidades. Toda la dirección de la empresa se estremeció y se envió una delegación para ver qué había ocurrido. Tras una larga navegación en vapores de la P&O hasta Bombay, un asfixiante viaje ferroviario hasta los pies de la más alta cordillera del mundo y un desconsolador y casi interminable trayecto en caballerizas (bordeando insondables precipicios), los delegados llegaron, por fin, al palacio del perdido cliente, donde hallaron respuesta a la resolución de la última compra. El rey se hacía instalar cada año el último modelo de automóvil en sus jardines, donde lo mostraba ufanamente a sus súbditos e invitados. Cierto era que no había carreteras por donde circular, pero él quería el vehículo para otra cosa; se sentaba en el mullido sofá trasero, el chófer encendía el motor en punto muerto... y así lo dejaba, traqueteando, produciendo el sopor real, de la misma forma que se mece la cuna de un niño. Pero el último modelo, ese que los occidentales admiraban por ser silencioso y suave, no traqueteaba y, por tanto, era totalmente inservible para el insomne soberano, aunque era perfectamente útil para adinerados con otras mentalidades.

Se verá, por tanto, que no hay necesidad de cerrar fábrica alguna, pues se pueden seguir fabricando coches de todo tipo, desde lujosísimas limusinas situables en el centro de la piscina para hacer la ilusión de que se navega en el más sofisticado yate, hasta pequeños (pero herméticos) utilitarios ubicables en la salita para escuchar nuestra música favorita sin que nos molesten los comentarios de nuestros televidentes familiares. Así, ¡oh políticos!, salvad sin reserva alguna toda vida humana (no sólo el 95%) quitando todo peligro de las calles, sin temer a cambio que el paro industrial aumente.

Quizás me atreva, dentro de unos días, a volver a escribir sobre el tema, exponiendo otras medidas muy diferentes en cuanto a la circulación; aunque discrepar de tanta autoridad, fiscal incluido, no sé, me da un poco de miedo, a pesar de sus bondadosas sonrisas mientras rodaban en sus bicicletas calle Alfonso XIII abajo (¡ya me hubiera gustado ver sus caras pedaleando calle Claudio Marcelo arriba!).

*Abogado