Hace años que las paredes interiores de nuestro maltratado cerebro se asemejan a la escalinata de la que cuelga el famoso retrato de Dorian Gray, un personaje que siempre se mantiene más joven de lo que realmente es. El Fausto de Goethe y sus sucesivas versiones nos recuerdan lo mismo. Hoy más importante que el oro es la eterna juventud. Los mayores les han hecho creer que tienen el futuro en sus manos y la mayoría de la juventud ha llegado a creer que solo se puede tener el futuro cuando se ignoran --por no decir que se menosprecian-- las glorias del pasado. Un amigo mío, docente universitario de Ciencia Política, me advertía hace años que dejaría de dar clases cuando tuviera ante sí a unos alumnos nacidos en el Mayo del 68. Mayo del 68, el asesinato de Kennedy, la caída del telón de acero ya solo son interesantes para los alumnos en la medida en que forman parte del escenario de alguna película o de un reportaje.

Este fin de semana ha vuelto a cantar Raimon. Admiro a Raimon porque tanto él como los Rolling, como Serrat y como Janis Joplin me construyeron la banda sonora de mi vida. Y envidio de Raimon esa sorprendente vigencia de su voz. Ese hombre de cabello blanco, brillante y purísimo canta mejor que nunca. A lo largo de los años ha aprendido a abrir los ojos: ya no canta con un grito hacia su propia nuca, sino que mira al público y nos invita a pasear. Si Raimon canta, lo hace porque en el fondo sabe que no está solo. Pero también sabe que aquella generación que algún día pudo ser su admiradora hoy se ha refugiado en los cacharritos y ha acabado creyendo que una máquina es cultura. Esa es la verdadera soledad del artista. Entre la voz de quien nos recuerda de dónde venimos y el estruendo de aquellos que no saben adónde vamos, Raimon es para mí un ídolo y para los otros es simplemente el conserje del museo.

*Periodista