Bien educado, modesto, de modales que a muchos jóvenes melenudos les pueden parecer anticuados, presentó su libro Las Ollerías alejado de toda ficción y grandilocuencia. Para él existe la escalera de piedra, la nieve, la zanja, la piscina, el pan y el vino. Este poeta es tímido, como quien busca en el salón una silla apartada. Me da la sensación de que este autor vive en el misterioso país de las evasiones, donde se cobija para sublimar poéticamente la realidad cotidiana: esas cosas y seres que le rodean persistentemente.

De esa escalera, de su contractura dorsal, de la piscina de Asland el poeta salta a las elevadas mesetas en las que ha plantado su tabernáculo. Desde ese tabernáculo, transfigurado, vuela sobre sus realidades acompañado de angustia, amor, estremecimiento. Todavía es un corazón ávido de sentir la influencia de la tierra y sus estaciones y de lanzar una mirada llena de languidez hacia el infinito.

La ciudad de Córdoba se adormece a su alrededor y tendrá que salir de ella de manera definitiva hacia un mundo multicultural expectante. Las Ollerías son confesiones de sus horizontes familiares y para los caminos que hollaron sus huellas infantiles y adolescentes. Este poeta tiene que huir para defenderse de los tejados y techos apretados de esta ciudad. Tendrá que olvidarse de ella para progresar, para crecer y recrearse entre la cruz y el sufrimiento del alma agobiada de todo buen poeta. Este cordobés debe ser arrojado a la baraúnda neoyorkina para que su creación alcance la globalidad.

Las Ollerías es la sublimación de un refugio donde hay plenitud de sinceridad y ausencia de cobardía. Su sinceridad es un camino de búsqueda de algo más que de su interioridad. Las Ollerías es una muestra de valentía en cuyas voces se nota en algún momento una petición de socorro o de perdón de alguien que, habiendo errado sobre la tierra, se siente en inmensa soledad y quiere volver a reconocer sus raíces, como grito de alguien que exclama ¡ya basta de soñar!

Leyó en la Delegación de Cultura ante un salón repleto, con voz serena, mirada en el libro y de soslayos en sus padres y, sonriendo tenuemente, lleno de bondad. En este libro comprendo que hay una lucha continua entre la disciplina interior de Joaquín Pérez Azaústre y la perfección poética buscada. No hay desorden de epítetos, ni abuso de verbos, pero si encuentro una constelación de imágenes, a veces en pleno extravío, que hacen de cada poema algo misterioso. La verdad de Joaquín mana límpida y ardientemente; no pide nada y no se si busca compartir su verdad con alguien más allá de su familia. El autor en este libro se ha curado definitivamente de su juventud.

* Catedrático emérito de la

Universidad de Córdoba