Los premios Nobel de literatura, al recibir el galardón, suelen pronunciar discursos memorables ante la Academia sueca. Recordamos frases enteras de Faulkner, de Camus, a las que se unirán, si la memoria nos guarda fidelidad, las recientísimas de Vargas Llosa. Este, en su discurso, elogioso de la lectura y la ficción, compagina estampas biográficas que relatan los trayectos de su oficio --el único para el que sirve, según propia confesión--, con los convencimientos sociopolíticos que lo alentaron, proclamándose: 1) liberal enterizo, fiel al espíritu de Raymond Aron, Isaiah Berlin o Karl Popper, con quienes comparte la revalorización de las sociedades abiertas. Se sitúa, por tanto, en las antípodas de los liberales dogmáticos; pseudo liberales que en nuestro país proliferan igual que chinches, aunque son tan imposibles como los enanos gigantescos. 2) Abominador de los nacionalismos excluyentes que, "junto con la religión, han sido la causa de las peores carnicerías de la historia", porque "la patria no son las banderas, ni los himnos, ni los discursos apodícticos", sino "la sensación cálida de que, no importa dónde estemos, existe un hogar al que podemos volver". 3) Despreciativo de las dictaduras, pues las considera "el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de generaciones". Ideas que suscribimos de pe a pa, que no es posible decirlas mejor y que engloban a todos los dictadores sin distinción de colores. Para el Nobel hispano-peruano Franco y Tito, Pinochet y Castro, etcétera, están en el mismo saco de la ignominia. Con reiteración ha escrito que todos los dictadores son nauseabundos. Por eso, el facherío de retaguardia y la progresía de vanguardia lo tratan con prevención.

* Escritor