Lo que está ocurriendo en Japón es realmente pavoroso. No solo por los miles de personas que han muerto a causa del brutal terremoto y posterior tsunami. No solo por las decenas de miles de ciudadanos que se han quedado sin hogar, sin nada. También, y especialmente, por esa amenaza de apocalipsis nuclear que estamos presenciando en directo y con el corazón encogido desde la central de Fukushima.

Ojalá los daños no sean tan enormes como muchos nos tememos, ojalá los voluntariosos mártires de la central consigan frenar la terrorífica fusión de los reactores, pero ya hay muchas personas afectadas por la radiación y sin duda habrá muchas más víctimas en los próximos años.

Y, aún en caliente, es inevitable reflexionar sobre este drama y hacernos las preguntas oportunas. ¿Debería Japón haberse permitido el lujo de tener centrales nucleares estando en un lugar tan vulnerable a los terremotos? Si eso ha ocurrido en un país tan avanzado tecnológicamente, ¿qué podría pasar en otros estados con energía nuclear ante una emergencia como esa? ¿Están blindadas las centrales frente a todos los posibles accidentes naturales o provocados? (esta última pregunta es retórica, en el fondo todas lo son).

Está claro que, pase lo que pase en Fukushima, esta tragedia debe hacernos pensar. ¿Merece la pena que arriesguemos la vida humana en la Tierra a cambio de electricidad? Y también, ¿estamos concienciados para renunciar a parte del progreso a cambio de asegurar la existencia de nuestros hijos y nietos? Y aún más, ¿estamos a tiempo de hacerlo?