Para el común de los mortales, Hayao Miyazaki es un nombre desconocido. No así parte de su obra, metida hasta los tuétanos sentimentales de varias generaciones. Miyazaki es uno de los creadores de esa niña de chapetas y ternura sempiternas, como las nieves de los Alpes. Junto al apetito por el queso y los panecillos blancos, hubo más enganches lacrimógenos después de Heidi, como ese niño que se recorre Sudamérica con un mono para encontrar a su madre. Actualmente, Miyazaki es reverenciado por los seguidores de los mangas, razón forzada por ser el autor de obras maestras de la animación, como son El viaje de Chihiro o la Princesa Monokone .

En su último trabajo, Miyazaki no adelanta el tsunami, sino que lo naturaliza. En Ponyo en el acantilado , dibuja un archipiélago nipón inundado, con una niña-pez como protagonista. El tsunami vendría, para eso es un vocablo japonés. Pero no de manera tan sangrienta. En treinta años no solo nos hemos acostumbrado a los dibujos con títulos de crédito en japonés. Hemos perseguido el minimalismo de su decoración, la querencia ornamental del bambú, la importancia de degustar un buen sushi, o a realzar la cotización de sus cuchillos de cocina por encima de los de Albacete.

Japón está más cerca, porque comparte nuestros privilegios del primer mundo. Y acaso también nuestros temores. Incluso puede aconsejarnos en la larga espera, si una recesión de veinte años y esta tremebunda crisis no son suficientes para tocar fondo. Más aún si la naturaleza se alía en nuestra contra. Son tiempos para digerir el pesimismo, para confiar en la solidaridad y en la entereza. Y para no perder la cabeza, convirtiendo nuevamente en el leviatán a la energía nuclear.

* Abogado