Agosto. Vacaciones. En la quinta planta de un edificio del paseo marítimo de Fuengirola, espera el ascensor un cirujano que ayer, por fin, logró liberarse de las servidumbres de su profesión. En el chiringuito lo esperan sus amigos para tomarse unos espetos y unas copitas de vino fino. Ya era hora, que todavía tiene empapada la retina de instrumental, focos y quirófano. Se abre la puerta del ascensor y aparece una señora, toda alborozada al verle.

- Ay, Paco, hijo, qué sorpresa. Menos mal que has llegado. Es que tengo a Rafalito en la cama, con un dolor que no me gusta nada...

Y ahí tienen ustedes al pobre Paco, que es más bueno que el pan, atendiendo a una fresca que no sabe que existen por todas partes médicos de guardia, ambulatorios y hospitales.

Habría que respetar a los médicos, gracias a los cuales la medicina ha llegado a donde está. En los viejos tiempos, como te pusieras malito, te sangraban con lancetas o con sanguijuelas en la rabadilla, te daban la pócima adecuada y allá que ibas para el otro mundo, en un pis pas, sin decir ni ahí queda eso. Hay constancia de la alimentación recomendada por los físicos para mitigar los rigores de la gota que padecía el emperador Carlos. Así acabó el pobre señor en Yuste, con su pata tiesa, que daba pena verlo. Y se creía que la sangre permanecía estática en el cuerpo, como en un odre, hasta que Miguel Servet, ya en pleno Siglo de Oro, descubrió que circulaba y lo publicó revolucionando todos los conocimientos canonizados hasta el momento. Lo quemaron, claro.

Aunque con ligeras evoluciones, la medicina dependió prácticamente de la experiencia de los galenos hasta bien entrado el siglo XX. En Córdoba, se guarda feliz memoria de don Emilio Morilla que, allá por los años treinta, era el médico de cabecera de referencia. Las amas de casa, convencidas de la valía de sus conocimientos en medicina práctica, se permitían discutir diagnósticos y tratamientos. A don Manuel Villegas, patriarca de una larga familia de médicos y farmacéuticos cordobeses, hombre tranquilo y cordial, lo volvían loco con sus síntomas típicamente femeninos una conocida marquesa cordobesa y sus hijas. Y el pobre, acosado a preguntas, siempre acababa resumiendo:

- Ay, hijas mías, es que las mujeres tenéis tantas cosas en la barriga...

Llegamos así a estos tiempos, los del cateterismo, los muelles, el ADN, la ecografía y la laparoscopia. Tiempos en los que un cirujano te saca por una oreja la vesícula biliar y a escupir a la calle. Pues, crecidos al compás de la técnica, tenemos en Córdoba un conjunto de médicos capaces de arreglarnos cualquier cosa. Y así vamos, que no acaban con nosotros ni las heladas negras.

¿Y cómo pagamos a estos brillantes profesionales del aguante que tanto hacen por nosotros? Pues friéndolos. Intentando por todos los medios arruinarles las vacaciones. Esperándolos como buitres en el ascensor, en la mesa, en la playa, donde sea para exponerles la consulta. Y gratis, faltaría más. Como son de confianza, pues eso.

Cuentan que en un banquete de bodas comentaba estos abusos un médico con su vecino de mesa, abogado en ejercicio.

- Es una vergüenza. Donde te pillan, te plantan su problema y, como son amigos, los tienes que atender. ¿No crees tú que podría enviarles la cuenta?

- Desde luego, es una consulta. Hay un contrato implícito.

- Pues mira, desde ahora, les cobro.

A los diez días el médico recibió la minuta de su amigo abogado.

* Pintor y escritor