Aznar, todo emperejilado, melena al viento, sin tripita cuartelera, se nos ha ido a Melilla para hacerse una foto delante del Casino Militar. La instantánea lo recoge con esa sonrisa recta, acartabonada, que le impone su bigote ralo y se diría que con un algo de almidón, tan duro debe estar que afecta al rictus labial abierto en sus comisuras. El Ex por excelencia mantiene los pulgares introducidos en los bolsillos, como si estuviera delante del saloon, los faldones de la sahariana velando las que se suponen inexistentes fundas de sus armas más poéticas, sendas metralletas mediáticas con las que disparar a derecha e izquierda.

La vestimenta le viene floja. Este señor parece muy delgado. Remangada la sahariana, desabrochada la camisa hasta enseñar el pecho hirsuto, por el lado de los ojales le asoma algo que no se sabe bien qué es. No parece el cañón de una pistola. Sobre el corazón, otro bulto sugiere un billetero. Al fotografiado se le está poniendo la cara acartonada de La Masa. Lo curioso es que quien se pone verde no sea él, sino la masa que, a derecha e izquierda, contempla pasmada la instantánea.

Debajo de su diestra mano, aparece un pie calzado con sandalia que no se sabe de quién es. Parece como si el Ex por excelencia lo estuviese agarrando por el tobillo, estrujándolo, pues asoman, algo agitados, unos flecos que se posan en el desnudo empeine, acaso porque su propietaria sepa que Aznar, mientras lo estruja, sonríe al saber que las viejas damas y un mancebo lo contemplan. Una dama lo mira a él y las otras dos sonríen a la cámara. El muchacho que publicita Toyota parece ensimismado, pero, si uno se fija bien, a quien observa sonriendo es a la propietaria del tobillo retenido. La señora que mira a Aznar con notorio y cierto arrobo es rubia y tiene un collar de abalorios rojos. La que mira a la cámara y parece apoyar su quijada en el hombro del ungido no tiene collar, pero de su cuello penden unas gafas de présbita. La otra señora, la de gris, no tiene collar, lleva las gafas puestas y tiene algo de tripita. Son gente feliz, a todas luces. Así es el verano. Y esta es una de sus fotos.

En la tele, González Pons manda un abrazo a las policías que cumplen sus funciones en Melilla. Este señor González parece algo más blandito que el enjuto, que no sobrio ni austero, caballero castellano. Su sonrisa es esponjosa, se diría que organizada en las mejillas para iluminar los ojos, como la de un San Luis. Al hacerlo, al enviar el abrazo policial, se abraza a sí mismo para escenificar el acto. Pura coreografía. Lo que se abraza es la barriga, si bien por su parte alta, como si le diese un cólico o tuviera gases. Se trata de un leve apretoncito que se ofrece espontáneo pero que resulta como si lo hubiese estado ensayando ante el espejo. El suyo, el que se da a si mismo, es un abrazo dulce y obsecuente, propio de quien teme arrugarse la camisa, carente de la fuerza que presta la pasión creadora, ayuno del énfasis emocional que tributa a quien abraza con afecto; es casi un abrazo dado a María Auxiliadora, cuando no a Santiago el Mayor, patrón de las Españas. Un abrazo dado por detrás, tal que el que se le da al apóstol que celebra su año jubilar.

En Galicia, en año santo, también hay fotografías de apretones. Por un lado, vuelve a circular la magnífica instantánea de Núñez Feijóo regando con una manguerita sobre lo que se pretende un incendio pavoroso y seguramente lo fue, pero más lejos. Riega, sí, pero con retención de orina. Por otro, se ve al dirigente popular abrazando a Mario Conde. Después afirmaría que se trató solo de un acto de buena educación. Lo cierto es que, en la foto, don Mario tiene puesta la mirada en quien fue el primer presidente de Galicia, Gerardo Fernández Albor, y no parece hacerle mucho caso. Quizá haya sido este el motivo del comentario posterior hecho, según dicen, por persona interpuesta. ¡Ah, los abrazos del verano, la mano que aprieta pantorrillas, los brazos que abrazan a uno mismo, las manos que retienen antebrazos! A Feijóo, apenas le habían aplaudido su discurso. A Pons, plan de belleza en siete días, nadie le creyó su abrazo. A Aznar se le ve la cruz de Santiago en el dintel aportalado. Es el verano. Ya llegará el invierno.

Entonces, superada ya la estación del estío, volverán los antiguos temas, regresaremos a hablar de la memoria histórica y oiremos pronunciar de nuevo los viejos comentarios. Volverán a hablar de los muertos de la guerra civil, no quepa duda, aunque sea bastante gente la que prefiera hacerlo de los muertos del franquismo. Aquellos son los propios de una guerra, víctimas de la barbarie y el terror conjuntados, a un lado y a otro, y nadie podrá renegar nunca de ellos. A todos nos perseguirán siempre, los de un bando y los del otro, pues en los dos hubo asesinos. Estos, por su parte, son el resultado de la paz. Lord Hugh Thomas, nada de izquierdas el muchacho, aporta la cifra de ciento noventa y tantas mil sentencias de muerte firmadas en los dos primeros años triunfales. Muchas fueron conmutadas, pero muchas no. Se trató, una vez más, de la técnica del medio abrazo: abraza tú por aquí, que yo aprieto por allá. Por eso pueden producir temor las fotografías del verano.

* Escritor