Al entrar en la mañana de 24 de setiembre de 1810 en la parroquia de San Pedro de la Isla de León para oír la misa de apertura del Congreso, celebrada por el cardenal de Borbón, una porción significativa de los 95 diputados --42 titulares y 53 suplentes-- que acudieron a ella comprendió que había llegado la hora de la verdad respecto a sus ideas y deseos sobre el futuro del país. Para los que muy pronto iban a ser llamados o llamarse "liberales" --minoría prestigiosa--, una mirada al inmediato pasado les mostraba cómo, uno tras otro, habían ido cayendo los muros que impidieran, durante cerca de dos años, recorrer el camino que conducía al punto en que se encontraban, en orden a iniciar la realización de su bien elaborado proyecto sobre el nuevo y revolucionario modelo de convivencia que debía regir en la España surgida un día del fin de la ocupación francesa. De su lado, los que no tardarían en ser conocidos como reaccionarios o "serviles" --mayoría entonces no muy colmada--- eran conscientes de que, a la vista de lo ocurrido en tiempos de la Junta Central y del Consejo de Regencia que la sustituyese, la batalla por el triunfo de su pensamiento sería dura. Finalmente, los diputados que no militaban decididamente en pro de ninguna de las dos opciones --su frontera no fue durante un tiempo rígida, sino móvil y fluida en los primeros meses del Congreso-- advertían también, por su parte, el aura del momento que vivían y el carácter absolutamente novedoso de los acontecimientos que se avecinaban.

Pues, efectivamente, los valores convenidos durante el transcurso del proceso de convocatoria de las Cortes, el acuerdo de mínimos sobre su necesidad, sin precisar demasiado programa y reglamento, no tardó en desaparecer. El dosificado equívoco que los dos sectores más militantes mantuvieran acerca de la finalidad última de la futura Asamblea --un genérico reformismo que cada uno decantaría conforme discurrieran las sesiones--, dejó al poco tiempo paso a una clarificación de las respectivas posturas. Hasta entonces, a lo largo de la tramitación de la "convocación" de Cortes, aunque ninguno de los sectores enfrentados acerca de su naturaleza y objetivos albergaba la menor duda de las posiciones del adversario, unos y otros fingieron creer, por motivos contrapuestos, que, en el marco de la venerable institución, se pondría término a las inquietudes que desazonaban a los españoles "patriotas", dándoles los instrumentos necesarios para asegurar un sólido e integrador futuro.

En realidad, sin embargo, liberales y reaccionarios pensaban que las Cortes serían el escenario en que se dirimiesen, en una lucha sin cuartel y por vez primera en la historia plurisecular de dicha Asamblea, dos nociones de España, de su pasado y, sobre todo, de su porvenir. Los adictos a una de ellas, instalados en lo que semejaban ser todavía sus firmes posiciones en la España del primer bienio de la guerra, querían imaginar que la relación de fuerzas --en un esquema conservador de la política-- les seguiría siendo favorable en el Congreso gaditano, aunque no faltaban en sus filas los que, como el muy popular obispo Pedro Quevedo y Quintano, no albergaban igual confianza. A su vez, sintiéndose impulsados por la corriente de la historia, los inclinados a no dejar desaprovechar la oportunidad facilitada por el conflicto bélico, en orden a construir de nueva planta el edificio de la futura convivencia nacional, no dudaban de su capacidad para afrontar el envite, en un tiempo --otoño de 1810: pleamar napoleónica en Europa; fastigio josefino en España-- y en un lugar --el excéntrico Cádiz-- que semejaban, empero, descubrirse particularmente adversos a su apuesta.

* Catedrático