Siempre he imaginado que cuando nací mi alma se partió en mil pedazos que quedaron esparcidos por el planeta. Desde entonces, he vivido buscando todos esos fragmentos en los que mi rostro ha ido dibujándose. Como si me encontrara con trocitos de espejo en los que he ido descubriendo un pliegue, un lunar, un itinerario. Hace ya algunos años descubrí que en Cádiz habitaban buena parte de las piezas que le faltaban a mi puzzle. Por ello un verano más he vuelto, sintiéndome más viajero que turista. Sabedor de que llegará el día en que nunca me mudaré de sus calles. He caminado por sus arenas como si arrastrara una larguísima y densa novela de la que sus páginas, en vez de hacer mis pasos más lentos, se hubieran convertido en alas y me hubieran permitido ser casi transparente entre tanto cuerpo dorado. Y me he vuelto a sentir vecino de la Viña, niño juguetón en la playa Victoria, adolescente enamoradizo en la Caleta y, este año, sobre todo este año, hombre que ama en la plaza del Teatro Falla.

Este año empecé agosto con los pulsos paraos de tanto amor, oyendo redoblar campanas en el cielo azul marino, esperando que alguien me cantase al oído dime que me quieres, dímelo por dios . Bastó que cayera la noche para que toda la ciudad, desde la plaza Fragela, se inundara con la voz poderosa de Miguel Poveda. Un puñal que, como si estuviera en manos de un pescadero, sacó hacia afuera las entrañas de todos los que vamos por el mundo a tientas, con los rumbos perdíos, con una venda en los ojos como pintan a la fe.

Superada la larga noche de un progresismo de estampita, y todavía bajo la amenaza de ser reducidas a tópicos en canales autonómicos que parecen verbenas, las coplas que cantaban mis abuelas, las que imitaban con bata de cola los mariquitas de pueblo, las que desafiaban los muros de una sociedad con hambre, las que reflejan mejor que ningún otro documento las fauces del patriarca, las que eran refugio y consuelo de tantas mujeres sin norte y de tantos hombres que tenían que esconderse, han vuelto libres a las plazas. Tan auténticas como las voces que se escuchaban en los patios de las casas de vecinos, tan libres como los discos que sonaban en Radio Atalaya, tan contundentes como en su día las escribieron quienes se atrevieron a mirar en los pozos más profundos del alma humana. Ahora, sin complejos estúpidos, las coplas han vuelto para quedarse, enredadas por los rosales, diciendo a gritos lo que las bocas de los amantes no se atreven a decir.

La primera noche de agosto en Cádiz la voz de Poveda hizo que nos estremeciéramos, sintiéndonos como su camisa sudada y fuera de los pantalones, como sus brazos flamencos que hablan, como su quejío de hombre enamorado que mira con cara de niño que reclama caricias. El que está amando a ciegas, el que está embrujao por tu querer, el que espera que otra boca se junte con la suya, el que no debería de querer y sin embargo quiere, el que ha paseado su cadáver amortajado sin que nadie le rece un padrenuestro. En la plaza del teatro Falla un catalán que parece gaditano cantó por la libertad y nos volvió a demostrar que el arte es la mejor bandera contra la estupidez y la indolencia. Contó la arena del mar para jurarnos amor eterno, y convirió, en el último minuto, en rosa el negro luto. Y así, en un Cádiz donde enterré mis tres puñales y donde me gustaría que mis cenizas se hicieran playa, resucitó para mí aquellos versos que mi abuela Rita tatareaba al ritmo de sus medallas: "eres mi vida y mi muerte, te lo juro compañero, no debía de quererte y sin embargo te quiero".

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO