Si hay algo oscuro en la revelación cristiana es la Santísima Trinidad. Si hay algo esencial en la revelación cristiana es la Santísima Trinidad. Durante siglos, desde el siglo II hasta el siglo XIII las discusiones trinitarias han ocupado las mentes de los teólogos, los debates en los Concilios. La sucesión de herejías y definiciones fue muy larga; y todo ello a base de conceptos especialmente sutiles. Los teólogos y los concilios se habían comprometido en una tarea prácticamente imposible: conceptualizar a Dios, establecer una coherencia entre los textos bíblicos tal como estaban recogidos en las fuentes, y la filosofía platónica y aristotélica.

Bastantes manifestaciones de Jesús en los evangelios hablando de sí mismo, del Padre y del Espíritu, sugerían por una parte una identificación entre ellos, y por otra una distinción. El problema reside en que los textos bíblicos hablan de la acción de Dios hacia los hombres, por el contrario los filósofos y los teólogos pretenden definir la naturaleza Dios, y las relaciones mutuas entre las tres personas divinas. Los teólogos, los obispos, los concilios se impusieron la abrumadora tarea de formular "qué era y cómo era Dios por dentro". Tarea suficiente para desanimar a cualquiera.

Jesús había hablado de sus relaciones con el Padre, dándoles un carácter absolutamente excepcional: existe entre ambos una inmanencia mutua, que no se da en los demás seres humanos (Jn 14 10); conocer a Dios se equipara a conocer a su enviado Jesucristo (Jn 17 3); él había visto a Dios como no lo había visto ningún otro hombre (Mt 11 27); se atribuye a sí mismo poderes que son exclusivos de Dios (Lc 5 17 24)

También había hablado del Espíritu, dando a entender que se trataba de algo más que de una fuerza impersonal: en los momentos de persecución el Espíritu dirá a los discípulos lo que tienen que responder (Lc 12 12); el Espíritu cuando venga convencerá al mundo de sus propias incoherencias (Jn 16 8); y hará comprender a los discípulos lo que no entendieron en vida de Jesús (Jn 14 26).

A partir de estos textos comenzó el análisis conceptual y lingüistico. Cuanto más profundas fueron las objeciones, más agudamente se afinaron los conceptos. La filosofía neoplatónica proporcionó el material conceptual: los conceptos de persona y de naturaleza. Las primeras desviaciones provinieron del hecho de la misión: si el Padre había enviado al Hijo, y éste al Espíritu, debería existir una subordinación del enviado al que lo envía. La formulación teológica de la Trinidad en estos primeros siglos estuvo todo menos clara.

La polémica conceptual llegó a tener incluso trascendencia política. Basilio Magno la compara con una tempestuosa batalla naval. Arrio, defensor del subordinacionismo, consiguió importantes apoyos, incluso que algunos concilios regionales se declarasen a su favor. Estamos ya en los primeros años del siglo IV. El emperador Constantino, que no dio en principio importancia a la polémica, llegó a temer por la división del Imperio. Aconsejado por Osio de Córdoba, convocó, apoyado en su autoridad de emperador, el concilio de Nicea el año 325. El concilio fue bastante movido, discusiones airadas e intrigas entre partidarios de Arrio y partidarios de Alejandro de Alejandría. El peso de la autoridad imperial se impuso al fin y quedó aceptada la famosa fórmula del "homousios" (de la misma naturaleza), que establecía la igualdad de naturaleza entre el Padre y el Hijo.

En el siglo IV se amplía la polémica al Espíritu Santo, a su igualdad de naturaleza con el Padre y con el Hijo. Un nuevo concilio, convocado también por el emperador, en Constantinopla (381) fija la fórmula que proclamamos en el credo de la Misa.

Las especulaciones teológicas continuaron, pero ya no con la acritud anterior. Agustín (354 430) y Tomás de Aquino (1224-1274) hicieron desarrollos filosóficos importantes. La doctrina quedó finalmente establecida, los términos muy ajustados. La historia del dogma trinitario es bastante más larga y compleja de lo que en estas breves líneas hemos podido contar. Tiene momentos apasionantes; y momentos de especulación metafísica desbordada. En todo caso es la muestra más clara de un intento de intelectualización de la fe. El enorme esfuerzo mental que ha supuesto su formulación es impresionante; pero nunca llegará a ser suficiente para desvelar el gran misterio de Dios. Ni los concilios, ni los teólogos, ni los grandes escritores de la antigüedad consiguieron que Dios deje de ser un misterio para el hombre. No pensemos que Dios puede ser definido con palabras, aunque esas palabras tengan la solemnidad y la importancia histórica de los textos de Nicea y de Constantinopla.

* Profesor jesuita