Ala dualidad -el blanco o el negro, la creencia o el agnosticismo, Zapatero o Rajoy, laboristas o conservadores, el Barça o el Madrid- se le han abierto brechas. Primero ha sido Clegg en el Reino Unido -casado con una española y con hijos llamados Antonio, Alberto y Miguel-. Y le ha seguido, en el Hamburgo Arena, y luego en Neptuno, el Atlético de Madrid, un equipo no sometido al desasosiego emocional de tener que ganar siempre, como están obligados a hacerlo Madrid, Barça, Rajoy y Zapatero. La dualidad es engañosa porque entre la verdad y la mentira existen matices, como entre el sí y el no de las respuestas de los testigos de un juicio. El Atlético de Madrid es como la vida, que unas veces proporciona alegrías, otras, desencanto y lágrimas y las más, un estado intermedio en el que, aunque te rebeles y seas inconformista, te tienes que aguantar porque esto no lo hemos inventado nosotros y son otros los que mueven los hilos. Entre el triunfo y la derrota hay jugadas con belleza, exaltaciones en la grada, cantos de ánimo y la ola envolvente que te arrastra en la inconsciencia de la necesidad de alegría. Entre el Madrid y el Barça, Dios o la nada, Rajoy o Zapatero hay rendijas de humanidad, emociones que inventan la vida de manera alternativa donde caben los vientos de la imaginación no controlada por el poder. Con los recortes de Zapatero algunos le volverán la espalda, lo que no significa entregarse a la política del no de Rajoy. En las próximas elecciones las urnas se llenarán de "funcionarios" de partido mientras los campos olerán a sofrito. Clegg ha abierto una brecha en la sagrada dualidad y el Atlético de Madrid le ha hecho cosquillas a la fuente de Canaletas y a la Cibeles. La vida, el fútbol, la política y el amor le han abierto un hueco a los matices.