Si no quedan en algún lugar de nuestro territorio, que para eso son nuestros, vamos a pagarlo caro. Cuando les fueron de utilidad los aceptaban en Gran Bretaña o Francia pero ya están a tope con lo suyo. También los enviábamos a países pobres aunque, hombre, tampoco es justo. Nadie los quiere y, objetivamente, por algo será. Aquí mismo, ya ven: solo pensarlo nos quema y no es cuestión de ideologías sino de miedo a lo que puede ser muy malo para las personas.

Hay tres posibilidades para dar solución a un problema "insoluble": que se mantengan junto a las centrales que los generan, que es lo que se viene haciendo; construir un almacén central de alta seguridad, que es lo que nos tiene inmersos en la polémica y que enfrenta a líderes de un mismo partido, ya que la pela es la pela. Y, por último, pagar porque se los lleven, que nos costaría lo que, vulgar pero muy acertadamente, se dice "un pastón": sesenta mil euros al día. Diez millones de las viejas pesetas. Irían a parar, en este caso, a la vecina Francia, que está más familiarizada con la energía nuclear que nosotros. Esto es así: si queremos tener energía para nuestra exigida calidad de vida, hemos de cargar con lo desagradable del asunto.

Curiosamente, con las renovables limpias también hay problemas: su discontinuidad, el deterioro del medio ambiente, el coste de instalación y mantenimiento. La fotovoltaica precisa de grandes extensiones para las placas, y sol; la de los molinillos o aerogeneradores, que son costosos, necesita algo tan inseguro como el viento. La hidráulica, en un país como el nuestro, tampoco garantiza una seguridad. La de mareas, biomasa... suponen futuras y supuestas instalaciones o acabar con plantas y alimentos fundamentales en los países pobres. Fue hablar del tema y subieron los precios del pan y el alpiste casi un cincuenta por ciento. Como curiosidad, durante los últimos temporales, el viento produjo energía suficiente para cubrir el cuarenta por ciento de las necesidades del país. Pero eso fue un rato y en unas condiciones climatológicas terribles.

El enemigo de las centrales nucleares y sus residuos es el miedo. Está fundado en lo que vemos o nos han contado: escapes de radiación, explosiones, hombres vestidos de astronautas para medir niveles. Muchas medidas porque algo muy grave puede pasarnos. Un mal invisible que produce cáncer y que mata. Miedo por nosotros y por las generaciones que tienen que venir. Algo que llena el aire del peor veneno y que puede permanecer siglos entre las personas.

Aquí tenemos El Cabril, para residuos de baja intensidad, y no son pocas las precauciones: cilindros de hormigón y cincuenta centímetros, o más, de diámetro, para un tubito de diez con material radioactivo. Este almacén, porque suena mal lo de cementerio, queda ubicado en nuestra Sierra desde hace decenios. No sé si habrá una mayor incidencia de enfermedad entre los vecinos de los pueblos próximos. Desconozco si hay literatura actual que lo pruebe. Los terrenos pizarrosos, según los expertos, son ideales para que allí esté. Visité aquel lugar al tiempo en que acababan de mudar los barriles de la vieja mina a las naves en que se encuentran actualmente. Me retuvieron, me asustaron... pero acabé escribiendo sobre aquello en este mismo periódico. Solo puedo afirmar lo que escribí entonces: no he conocido un lugar más rico que aquél en flora y fauna. Desde ciervos, perdices y conejos, hasta tortugas. No encontré una sola malformación. Y hace algo más de un mes, pasé en bicicleta y tuve que extremar mis precauciones para no tropezarme con algún bicho. Eso sí, aunque el paisaje sea ideal y el almacén quede escondido entre los cerros, las cuestas para andar pedaleando son mortales. O es que uno ya tiene muchos años.

* Profesor