La impaciencia y acaso también la bulimia de identidad que caracterizan a las mujeres y hombres de la centuria recién comenzada los están impulsando a la búsqueda obsesiva de un marbete o etiqueta con la que histórica y generacionalmente calificarla. Es, a todas luces, una empresa temeraria y muy abocada al fracaso. Probablemente, muchos de nuestros coetáneos lanzados a tal aventura esgriman, como justificación de su afán, que el novecientos facilitó ciertamente la misma labor clasificatoria desde casi sus mismos inicios. La inmensa hecatombe --"la grande anérie ", dijo de ella uno de sus principales testigos: el mariscal Lyautey-- de la primera guerra mundial dejó ver lo que habría de ser su enseña de identidad por antonomasia. Pues, en efecto, los diez millones de seres humanos inmolados en sus variados e inmensos frentes de batalla --menos, muchos menos, en las retaguardias de "aliados" e "imperiales"-- dejaron ver ya con alguna claridad la patética realidad histórica del siglo XX. Sus cien años constituyeron el periodo en el que más carne humana se putrefactó a la intemperie y en los universos concentracionarios, siniestra singularidad también de su trayectoria temporal...

Por fortuna, no lleva trazas el siglo inaugural del III Milenio de acomodarse al terrible patrón del que le precediera en el aleccionador calendario de Clío. Este nos advierte que la tentación de la selva y el retorno a la barbarie se encuentran agazapados y prestos a materializarse en cualquier recodo de la historia: las guerras de exterminio en los Balcanes de finales del novecientos --el mismo lugar donde en su arranque se atizó a ciencia y paciencia el incendio devastador de 1914-- están muy cerca de la memoria colectiva para demostrarlo. Mas con todo solo un catastrofismo empecinado puede sostener la existencia hodierno de un clima internacional que induzca a prever o atalayar un nuevo y quizá último conflicto planetario. De ahí, por tanto, que la futura denominación de la presenta centuria se extraiga más del arsenal de la paz y la concordia que del horror y el antagonismo.

Es muy pronto aún para que los profesionales del marketing cultural tan en boga en la actualidad tengan el terreno expedito para adjetivar con cierta propiedad la naturaleza más honda del siglo XXI en el frecuentado mercado de la nomenclatura de objetos y personas. Al respecto, las energía gastadas a la husma de títulos y caracterizaciones tal vez sería mejor drenarlas en la consecución de un lenguaje que potencie verdaderamente la comunicación y entendimiento entre las gentes en lugar de complicarlos. En los dos idiomas de mayor extensión a la fecha, el inglés y el español, el uso descontrolado y aluvional de siglas amenaza con la vuelta a Babel y la indigencia conceptual más pesarosa. En el ecuador del siglo anterior, en un momento de indiscutible pujanza del castellano --con un remonte también esperanzador de los hasta entonces políticamente hostigados catalán y gallego--, un sabio-poeta y un crítico envidiable creador, Dámaso Alonso, escribió un artículo en verdad memorable --Un siglo de siglas -- en el que se encalabrinaba a propósito de la siembra a voleo de siglas en la literatura oficial y económica y ponía seriamente en guardia sobre los estragos irreversibles que, de continuar, provocaría en la lengua de Cervantes.

Embridemos, por consiguiente, apresuramientos de inconfundible tufo comercial; dejemos que el tiempo haga su labor hasta un punto en el que la apropiada o correcta denominación del siglo XXI sea tarea agible y se encuentre legitimada por la experiencia de los hechos; y, mientras tanto, afanémonos por desterrar de nuestra lengua cuantas abreviaturas y siglas sea posible.

* Catedrático