Todos los ojos de la tierra se dirigen, espantados, hacia Haití. Todas las miradas del mundo se clavan, estremecidas, en el horror de una tragedia que coloca en nuestros labios la gran pregunta: "¿Por qué a ellos?" ¿Por qué la tierra se ha puesto a temblar con furia en el país más pobre de América y ha arrasado con lo poco que quedaba en pie, sin distinguir entre el lujoso palacio presidencial, las chabolas miserables o el cuartel general de la misión de las Naciones Unidas? ¿Por qué los edificios de los países pobres se hunden más fácilmente cuando la tierra tiembla? ¿Por qué, de nuevo, miles y miles de víctimas inocentes, con sus rostros macerados, desencajados? ¿Hay derecho a esta tragedia? Ni siquiera todos los lamentos del orbe pueden consolarlos. Tan solo la ayuda urgente, la solidaridad universal, las medidas rápidas de la comunidad internacional, pueden hacer posible la reconstrucción de un país desolado. Alguien ha dicho, un poeta quizás, que siempre que lloramos, no lloramos por los demás sino por nosotros mismos. En cada lágrima va incluido nuestro pesar por algo que olvidamos hacer en su momento, por las obligaciones no cumplidas, por las promesas que no convertimos en realidad. Sí, es cierto. Por eso, John Donne se atrevió a escribir aquellas líneas tan ardientes como una herida, echándonos en cara que "todo hombre es un fragmento del continente, una parte de su conjunto". Y evocó la imagen de las campanas cuando doblan a muerto, diciéndonos con la fuerza de un clamor: "Nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti". En la tragedia de Haití, las campanas vuelven a doblar por todos nosotros. Del terremoto no tiene nadie la culpa, pero de construir muchos edificios sin garantías, probablemente sí. Y son los más pobres, las primeras víctimas, las más numerosas. "¿Por qué a ellos?".

* Periodista