El estruendoso fracaso de las medidas de seguridad adoptadas por las autoridades aeroportuarias de Estados Unidos y la UE después de los atentados del 11-S ha dado la razón a la legión de expertos que con insistencia, y sin éxito, han advertido hasta la saciedad de que el dispositivo es tan ineficaz como molesto para los millones de ciudadanos que viajan en avión, y no es aventurado presumir que las disposiciones adoptadas hasta la fecha son más efectistas que eficaces.

Para un fanático dispuesto a inmolarse y segar la vida de sus compañeros de vuelo, solo es cuestión de tiempo y preparación dar con la fórmula para burlar los controles. Es más improbable que el mismo sujeto, por muy entrenado que esté, pueda regatear los servicios secretos si estos actúan de forma coordinada, imaginativa y constante. Al menos eso se desprende de la falta de diligencia detectada en el caso del nigeriano que quiso hacer estallar un artefacto en el avión que se dirigía a Detroit.

Cuando alguien tan comprometido en el dispositivo de seguridad como Janet Napolitano, secretaria de Seguridad Interior estadounidense, reconoce que el sistema "falló miserablemente" es que los agujeros detectados deben de ser poco menos que pozos sin fondo. Esto es: ha quedado demostrado que considerar sospechosos habituales a todos los viajeros resulta tan inadecuado que urge una revisión de las normas y un mejor análisis de los datos, abundantísimos, a disposición de las policías occidentales.