Celebramos de nuevo la Navidad, un rito ancestral que identifica a nuestra civilización, con el que la mayoría de los españoles conmemoran el principal misterio de la existencia humana y que, más allá de las creencias de cada uno, representa un punto de inflexión que tiene mucho que ver con la renovación de la esperanza justo en el momento más oscuro del año.

Hay muchas Navidades: la del consumismo desesperado (aun a pesar de la crisis), la estrictamente vacacional, la que se tiñe de solidaridad y apuesta por la necesidad de compartir, la comprometida y la frívola. Y, por supuesto, la tradicional, que forma parte de nuestra manera de ver el mundo. Por eso hemos insistido tanto en la necesidad de conservar las tradiciones y de no sumirnos en una laicidad igualitaria, aparentemente progresista y con vuelo muy gallináceo, que no tiene en cuenta un componente primordial de las fiestas: que nos identifican cómo somos y de dónde procedemos.

Uno de estos ritos es la Misa del Gallo, una celebración religiosa que se remonta al siglo V y que con el tiempo ha pasado a ser también un motivo de encuentro y un punto de referencia inexcusable en el conjunto de las tradiciones navideñas. Por eso extraña un tanto que, en un gesto inusual, el papa Benedicto XVI haya decidido adelantarla a las diez de la noche, en lugar de celebrar la misa a las doce, como es habitual. En cualquier caso, y sea a la hora que sea, feliz Navidad para todos.