La lotería, ese preludio navideño que ilusiona tanto como defrauda, pasó una vez más de largo por Córdoba, en un año aciago en que muchos se encomendaron a las participaciones como si fueran estampas de santa Rita, abogada de lo imposible. Pero olvidemos el chasco cuanto antes porque tenemos muchos alicientes para encarar estas fiestas con optimismo. Sobre todo si uno dispone de un horizonte despejado de días sin trabajo --o teniéndolo, que el paro galopante cambió los esquemas-- y puede permitirse el lujo de hacer lo que le dé la gana. Los habrá que salgan a hacer turismo, aunque los latigazos de la crisis y el mal tiempo no ponen fácil viajar en estas fechas, salvo que uno tenga el refugio de un pueblo donde volver a casa por Navidad.

A los que se queden, que serán la mayoría, les aguardan alicientes nada desdeñables. Por ejemplo visitar belenes o los patios que abren para hacernos evocar navidades de otros tiempos, cuando una simple botella de anís a granel y un puñado de mantecados de los que se pegaban al cielo de la boca y no había manera de desprenderlos bastaban a los vecinos para olvidar las penurias, al calor de una buena candela animada con villancicos y bromas. Aún en los primeros años setenta, tal noche como la de hoy mis hermanos y yo, que vivíamos enfrente, nos colábamos de niños en la fiesta de la "casa del farol", como se conocía en la calle Almonas a aquel viejo caserón ya desaparecido donde familias enteras cantaban y bailaban en torno a una gran hoguera, y aquello nos parecía el colmo de la felicidad. Cada ciudad tiene sus navidades pasadas, presentes y futuras, como en un cuento dickensiano, y las nuestras fueron así hasta no hace tanto en los barrios populares. Cualquiera sabe cómo serán las que vengan.