De tanto como nos gusta mirar y no leer estamos convirtiendo las casas en salas de espectáculos. Dice Televisión Española que a partir del 1 de enero no va a poner publicidad y que se van a poder ver las películas de un tirón, como si estuviésemos en El Tablero. Por un lado está bien, que hay cadenas que se pasan de tanta colonia que anuncian con esa voz quebrada en inglés y esos sonidos guturales que más que un reclamo para vender parece que te están invitando a una orgía. Pero el cine de la tele no es espectáculo del todo a la manera usual. Una película en casa se ha convertido en algo tan doméstico que en sus intermedios te da tiempo a darle le vuelta a la tortilla, poner la mesa e ir al lavabo. Las películas de la tele forman parte del entorno hogareño, que supone zapatillas, pijama y un sofá entero para cada espectador. Y puedes comentarlas en voz alta sin molestar al compañero de butaca. El cine sin cortes, el de las salas Guadalquivir, es un acto semipúblico que conlleva unos protocolos establecidos. El cine en casa es la libertad total en fondo y forma al que los anuncios le dan ese toque de sesión de barrio en la que el chasquido de las pipas era connatural al crujido de los asientos de madera. Pero el siglo XXI se nos mete por los ojos a base de imágenes y nos obliga a permanecer atentos a las pantallas (del MP4, del iphone, del móvil, del ordenador, del portero automático, de la cámara digital, hasta del microondas, observando cómo un plato da vueltas), que son el gran ojo de la civilización. A partir de ahora nos daremos cuenta de que los spots publicitarios no eran tan emblema del capitalismo sino un respiro, un desperezo, una liberación que nos desenchufaba intermitentemente -porque no era obligatorio verlos- de la gran pantalla.