La fiesta de los toros es, antes que nada, una cuestión emocional. El que fuera maestro de la crítica, humanista generoso, sabio y gran amigo, don Mariano de la Cruz, me lo explicó hace 20 años: "La capacidad de impacto emocional de la tauromaquia no tiene parangón. Aunque esto es muy difícilmente explicable en tanto tiene que ver con una vivencia espiritual, con una experiencia estética".

El goce espiritual de quien contempla el arte del toreo en su esencia supera, solapa y sublima cualquier primera lectura frívola, folclórica o moral del fenómeno en cuestión. Tan es así que gentes diversas en ideología, gustos estéticos y prevenciones morales, ante la contemplación del torero esencial, pongamos por caso, de José Tomás, devienen emocionadas víctimas de una conmoción espiritual desconocida en su interior que llevarán consigo el resto de sus días.

Y si no me creen, pregunten en su entorno, al azar. Comprobarán, de momento, cómo no hace falta ir muy lejos para encontrar algún amigo, colega, conocido o saludado que haya asistido a una tarde de José Tomás. Seguidamente, les dirán que, efectivamente, aquel es el torero, que ahora ya sí comprenden de qué va esta cosa antigua y rancia denominada tauromaquia. Que la emoción les desbordó como nunca antes. Y si es en Cataluña les acabarán diciendo que no se piensan perder su regreso a la Monumental, si es que no la cierran antes.

¿Dónde radica la capacidad del toreo para generar emociones tan profundas como para grabar la memoria del pueblo que a lo largo de la historia ha tenido la suerte de contemplarlo, la inteligencia para comprenderlo y la sensibilidad para sentirlo?

El afán de ordenación del caos es la primera preocupación del ser humano, cuya condición e instinto le abocan a la lucha por la supervivencia en un entorno las más de las veces hostil. De eso precisamente habla el discurso de la tauromaquia: de la dominación de la fuerza bruta a través del valor, la técnica y la depuración cultural.

En la plaza de toros, el espectador ve reflejado su instinto de supervivencia, al tiempo que se reafirma la capacidad humana para la superación de la dificultad límite, la que puede acabar con su vida si no se esmera en la aplicación de las soluciones que valor, inteligencia y técnica le proporcionan. El comportamiento del torero en el ruedo debe ser ejemplar, dar argumentos para la superación y demostrar fuerza espiritual para seguir viviendo a pesar de las dificultades. El toreo es el espejo de la realidad.

El toro bravo es el único animal criado por el hombre exclusivamente al efecto de ser fiero, de acometer incansable para acabar muriendo en el marco de la corrida. Excepto si se le perdona la vida por su gran bravura y se le convierte en semental, el toro acabará en todos los casos muerto y hecho filetes. Y ese es un dato que no hay que pasar por alto. El hecho de la muerte cierta del toro invita a una reflexión al respecto de la relación existente entre humanos y animales.

Aquí, como en el resto de casos conocidos, la relación entre humanos y animales es también desigual. Aunque en los toros, el animal, criado cuatro años en libertad, recibe un trato más próximo a la paridad de fuerzas y condición que en el resto de casos; véanse, si no, canarios en jaulas, perros con sogas al cuello, patos para foie o cocodrilos en el zoo. Mirando a nuestro alrededor, podemos afirmar que la relación entre humano y animal en una plaza de toros cabe calificarla de más higiénica e incluso moralmente instructiva.

En los toros todo es de verdad, y ahí es donde radica su sentido esencial. De no ser así, se trataría de un baile caótico y ridículo que, sin duda, no habría recorrido los siglos de la tauromaquia que para su desarrollo requiere un toro bravo de verdad, un torero que voluntariamente quiera afrontar un desafío a muerte amparado simplemente en una liturgia ancestral y un público fervoroso que asista al duelo convencido de que va a hallar en la plaza el ejemplo espiritual que su pequeña naturaleza necesita.

La tauromaquia es un rito creado para el goce y consumo humanos. Cada cual paga su entrada libremente para asistir a algo único, inefable, imprevisible y emocionante. La verdad auténtica, la espontaneidad y la capacidad de impacto emocional de la fiesta taurina tal vez tengan difícil encaje en un mundo donde la corrupción, la mentira, la seguridad extrema (incluso a veces a costa de la libertad) y lo frívolo son valores demasiado enraizados. Pero quienes dirigen una sociedad democrática y moderna no deberían ejercer la hipocresía del puritanismo animalista como argumento para acabar con los toros. Los políticos de un país libre no deberían proyectar en los animales su incapacidad para dotar a nuestros congéneres de una vida más digna y justa. La hipocresía no debe mandar.

* Apoderado de José Tomás