La silueta negra de Audrey Hepburn, casi evaporada entre los acordes de Moon River, el rostro pícaro de Amelie, el perfil oscuro de la niña de Persépolis, Ingrid, siempre nos quedará Ingrid. El cine hecho mujer, en alianza con la fuerza pública de grafitis que parecen fotogramas, nos abre las puertas de una fiesta en la que todos celebramos nuestro cumpleaños. Porque los 20 a los que llega la Filmoteca de Andalucía son también los 20 de todos los que amamos el cine en esta ciudad tan necesitada de espejos donde mirarse y de ventanas por las que asomarse al mundo.

La Filmoteca de Andalucía, ese tesoro que aún lamentablemente muchos cordobeses no han descubierto, lleva dos décadas multiplicando nuestras emociones, abriéndose a la contemporaneidad sin olvidar el pasado, ofreciéndonos argumentos para soñar y para asumir el dolor de la lucidez. En una ciudad tan amiga del victimismo y de la indolencia, hemos visto crecer una institución pública que ha cumplido con escrupulosidad el cometido que debería ser el faro de cualquier gestión pública de la cultura: su contribución al bienestar espiritual de los ciudadanos, su compromiso con la efectividad del universal derecho a la cultura, su apuesta por la diversidad y por la apertura de sus espacios a las inquietudes que transpiran las calles. A diferencia de otras muchas instancias, que entienden la cultura como un juego perverso de relaciones clientelares y de cálculo mediático, la Filmoteca se ha caracterizado, a pesar de los altibajos achacables a la mediocridad de algunos de sus responsables, por ser un espacio plural y comprometido, en el que se ha dado forma y contenido a un servicio público que, no lo olvidemos, está ligado a la construcción de una ciudadanía lúcida, inquieta y responsable. En una ciudad como Córdoba, tan poco acostumbrada a los compromisos de largo recorrido y tan esclava de una visión de la cultura que navega entre lo sublime y lo cateto, deberíamos mirarnos en ella para aprender cómo desde lo público se puede contribuir a transformar la sociedad, a extraer de ella lo mejor y a hacerla más igualitaria desde el punto de vista de las oportunidades que cada sujeto debe tener para desarrollar libremente su personalidad. Un compromiso radicalmente progresista que con lamentable frecuencia los gobiernos de izquierdas olvidan en nombre de un populismo electoralista o, en el peor de los casos, en virtud de una ignorancia que les lleva a entender la cultura como la cenicienta que solo llega al baile cuando hay una foto que vender a los periódicos.

La Filmoteca de Andalucía, y con ella esta ciudad que debería sentirse afortunada por tenerla al lado de la Mezquita, cumple 20 años en un momento en el que, como nunca en su historia, está abriendo sus puertas, haciendo de puente y convirtiéndose en un lugar en el que lo público implica generación de ciudadanía. No me cabe la menor duda de que el poeta que ahora lleva su timón tiene buena parte de culpa en el rumbo de esta travesía. Y no solo porque su alma de jurista, que siempre soñó con convertir los códigos en poemarios, le haga percibir con más facilidad el lenguaje del viento que azota su cara cuando pedalea por la ciudad, sino sobre todo porque es un hombre que entiende a la perfección que el derecho a la cultura es un derecho social que debería figurar en el pórtico de cualquier Constitución. Por todo ello, y sobre todo por los paraísos y por los fangos vividos en estas décadas maravillosas, yo también en este diciembre en el que se me atragantan los polvorones, me siento tan feliz de cumplir 20 años. Más de siete mil días en los que he continuado soñando con desayunar un croissant mirando los ojos de Audrey.

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO