El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha aprovechado la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz para justificar la escalada en Afganistán -30.000 soldados más- y presentarla como un coste inevitable para lograr la paz. Se trata de un ejercicio de realismo comprensible en alguien que, más allá de la retórica, no se ha presentado nunca como un pacifista irreductible.

Quienes creyeron que la elección de Obama constituía poco menos que una fractura epistemológica deben sentirse particularmente defraudados. Pero más que a Obama, que se ciñe a la tradición y las obligaciones imperiales, a quienes seguramente deben pedir explicaciones es a los integrantes del jurado del Nobel de la Paz, que otorgaron el premio sin considerar que seguramente iban a consagrar un oxímoron: un comandante en jefe en el campo de batalla distinguido como paladín de la paz.

La ocupación de Afganistán es un conflicto heredado que, como el de Irak, muchos parlamentarios demócratas apoyaron cuando el presidente George W. Bush ordenó atacar. También es un problema heredado la desastrosa situación sobre el terreno, la existencia en el país de un Gobierno incapaz y venal y las reticencias de los aliados, dispuestos a hacer acto de presencia, pero renuentes a asumir los riesgos inherentes al control del territorio. Razones todas más poderosas que la solemnidad del Nobel de la Paz, cuya tendencia al oportunismo viene de muy antiguo y quedó al descubierto hace mucho tiempo.