La cruz, antes de Jesucristo, no fue otra cosa que un elemento de tortura y de barbarismo. En aquellos tiempos a los reos se les colgaba de la cruz. El Aníbal Lester que inventó este elemento de suplicio no sólo pensaba en la muerte de un ser humano, sino en glosar sibilinamente el dolor y el sufrimiento de su prójimo. El caso es que este tipo, el que pergeñó la cruz, se debió de hacer famoso, pues el sádico artificio lo adoptó nada menos que el Imperio Romano. Un buen día fueron a crucificar a un tal Jesús de Nazaret, el cual bebió hasta la última gota del citado martirio. Y como resulta que era un hombre santo, no porque se transluciera de la famosa inscripción INRI, que también, sino porque así lo demostró no sólo con milagros constatados sino no con una nueva moral, demostrada empíricamente por él y sus discípulos, y hasta entonces sólo hilvanada en el judaísmo, que predica amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo hasta el punto de dar la vida por él, pues resulta que la cruz, aquel elemento ruin y cruel símbolo del barbarismo humano, pasó a ser el árbol del que han crecido todos los frutos de los que hoy, la civilización occidental se alimenta: por ejemplo, los derechos humanos y constitucionales. Por eso, no es de extrañar que muchos países, aún laicos, ostenten la cruz en su heráldica como signo de comunión con esos valores nacidos precisamente de la cruz de Cristo. Ultimamente, algunos quieren cargarse la cruz. Les molesta poderosamente. Y es normal. Continúan en el barbarismo de hace dos mil años.

* Publicista