Las sociedades se rigen mediante personas que han sido específicamente deputadas para la función de gobierno. Las ciudades tienen su alcalde; los estados, su gobierno; la Iglesia, sus obispos; el ejército, sus coroneles; las asociaciones de vecinos, su presidente; las universidades, su rector. En las sociedades democráticas, la designación se realiza por el consenso de la mayoría, no de la totalidad de la población. En las viejas monarquías absolutas era un derecho familiar hereditario. Se daba por admitido que la herencia de sangre transmitía igualmente una superioridad inherente a la persona desde su nacimiento, Los nobles, supuestamente, poseían cualidades que no tenían los villanos. En las dictaduras modernas, algún líder se adueña del poder, mediante una revolución violenta o manipulando influencias afines. En todo caso, las sociedades requieren gobernantes en los que depositar su confianza. En las democracias esta confianza tiene sus cauces de manifestación, y se da la oportunidad de renovarla o retirarla periódicamente. En las viejas monarquías no había lugar a ello puesto que el poder del Rey y de la nobleza se suponía estar predeterminado por la propia naturaleza, en último término, por la gracia de Dios. En las dictaduras, el poder del gobernante no puede discutirse, so pena de prisión o incluso de muerte.

Sea cual sea la forma de designación del gobernante, hemos de reconocer que el ejercicio del poder tiene una historia más bien lamentable. La presencia del poder es necesaria, pero su ejercicio ha dejado en la memoria de los hombres un mal recuerdo.

La sociedad española actual se autodefine como democrática. En cuanto tal, es imprescindible que los ciudadanos tengan confianza en las personas que en cada momento han sido designadas para ejercer el gobierno. Si esa confianza se resquebraja, la cimentación de la democracia pierde solidez. Esta reflexión me lleva a hacer algunas consideraciones sobre los discursos públicos de nuestros gobernantes.

El discurso a que nos tienen acostumbrados los políticos digamos que es por lo menos decepcionante, carente de interés. Visto desde la calle resulta descorazonador. Los que vemos el discurso desde fuera tenemos la impresión de asistir a una competencia del poder por el poder, de ocupar los puestos por ocupar los puestos. Resulta cuanto menos ingenuo que nos quieran hacer creer en la base objetiva de las descalificaciones que mutuamente se lanzan. En las crónicas de los debates políticos se advierte una ausencia de análisis imparcial de los hechos, de argumentaciones razonadas. Por el contrario, abundan en exceso las acusaciones mutuas globales. Recuerdo aquel viejo chiste que se contaba en los tiempos de Franco, "viaje usted menos y lea más el periódico". Pues bien, hoy habría que decirle a los españoles, piense usted menos, y créase más los discursos de los políticos. El lenguaje utilizado parece estar dirigido no a expresar lo que piensan, sino a lo que conviene que los demás pensemos que ellos piensan.

Se dice a veces que la política es así. No, la política no es así. Así se está haciendo la política. La política puede ser de otra manera. La política puede ser limpia. La política puede ser el discurso de la razón. Las decisiones políticas no son evidentes. Un problema público tiene más de una solución, y de las varias soluciones posibles ninguna es evidente, ninguna encierra todas las ventajas y excluye cualquier inconveniente. Probables y aceptables hay más de una. No entiendo por qué este presupuesto no puede entrar en el discurso de los políticos, y en su forma de actuar. Por qué no se puede dar un margen de error a las propias soluciones; y un margen de acierto a soluciones diferentes. Política es concebir soluciones para los problemas públicos, y ejecutarlas. Cualquier problema tiene más de una solución probable.

Por ejemplo, la reforma fiscal, la actualización de la legislación laboral, la solvencia y liquidez del sistema financiero, el fomento del empleo, el ordenamiento de las empresas públicas, la financiación de la Seguridad Social, la legalización de la residencia de los inmigrantes, la seguridad ciudadana, son un conjunto de problemas públicos, entre otros, que hay que afrontar. Cada uno de ellos se puede afrontar de más de una manera. Lo que resulta desconcertante es que, según la oposición, la solución aportada por el Gobierno siempre es absurda, cuando no una estafa. Y la solución aportada desde la oposición y vista desde el Gobierno es por lo menos demagógica.

Si hacemos un análisis lexicográfico de los discursos parlamentarios, veremos que el número de adjetivos empleados es mucho mayor que el de sustantivos. Les invito a tomar un discurso parlamentario, a tachar todos los adjetivos, y leer solo los sustantivos. Verán que el discurso se queda conceptualmente vacío.

* Profesor jesuita