El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, dijo en Roma que "no puede haber seguridad alimentaria sin seguridad climática". Son declaraciones de esta semana, con motivo de la cumbre de la FAO sobre el problema descomunal del hambre en el mundo. Las cifras claman al cielo. Más de 1.000 millones de personas sufren hambruna en el mundo y, en el tiempo que se tarda en leer este editorial, morirán 30 niños por falta de alimentos. No se trata de elucubrar con mensajes apocalípticos, pero sí de dar a conocer una injusticia planetaria. Más allá de las buenas intenciones y de los discursos que aluden al compromiso moral, poco se ha conseguido en Roma. La cumbre ha notado la ausencia de los jefes de Estado de los países del G-8, y, con su ausencia, la falta explícita de un apoyo firme de las grandes potencias. Se ha limitado a ser un brindis al sol, con el deseo imposible de reducir a la mitad, en el 2015, el número de hambrientos. En el 2000, la cifra estimada era de 800 millones y, en vez de bajar, ha aumentado en 200 millones.

Por lo visto en Roma y por lo que se vislumbra que puede ocurrir en Copenhague, el hambre y el calentamiento global están en primera línea de la agenda internacional, pero nada más. Intereses contrapuestos, múltiples ramificaciones económicas y políticas, luchas intestinas y por el control de los mercados, dejadez y ausencia de decisiones globales compartidas condenan al mundo a saber dónde se hallan los problemas sin tener a mano soluciones efectivas, rápidas y solidarias.