En los meses últimos corren ríos de tinta acerca del descrédito de la política, sobre todo desde que Baltasar Garzón se decidiera a poner coto a tanta tropelía como existe, con bigote o sin él, entre cierta clase política de nuestro país. La misma desvergüenza que, con reformas, como la del 2007, o sin ellas, de forma veraz y como mancha de aceite se extiende por doquier ante la incredulidad ciudadana por tanta corrupción. Lo mismo nos daría mirar hacia cualquier punto cardinal dentro del mapa peninsular a gentes de unas formaciones políticas que a otras, con casos cuando del hilo se tira tan llamativos o tan poco edificantes como pudieran parecernos los de Marbella, Benidorm, Palma de Mallorca, Canarias, y cuando se habla de la gravedad de la trama Gürtel, de Mercasevilla, El Ejido o Pretoria, en Santa Coloma de Gramanet, plenas todas de cinismo y descalificación entre otras muchas existentes hoy, que llevan al país, como en Italia, al incremento de la desafección política y a la desconfianza hacia los partidos e instituciones públicas o privadas. Porque, al menos hasta ahora, las diferentes formaciones no han sido capaces de atajar tan desolador espectáculo, auténtico cáncer de nuestra joven democracia que o bien acaba con el problema o éste acabará con ella. Y menos mal que aún existen jueces eficaces, con no menos valentía como Garzón, quienes son capaces de poner en marcha nuevas operaciones anticorrupción, ya sea por recalificaciones de terrenos, contra el tráfico de influencias, por delitos de cohecho, prevaricación, lavado de capitales, etcétera. Es hora pues de que los diferentes partidos cambien su hipócrita actitud y asuman de una vez por todas el daño que no pocas veces hacen al sistema, combatiendo de verdad el problema y cortándolo de raíz, en casos muy vinculados a su propia financiación de actividades, ya fuera antaño de forma directa y anónima o, como ahora, por medio de las respectivas fundaciones o de los municipios que ellos mismos rigen, como sucediera en Marbella. Todo viene ligado a que en listas abiertas no se pueda elegir libremente a quien quiere el ciudadano que los represente en cada momento en las cámaras o en cualquier otra institución del Estado. Si no se puede elegir con libertad a sus propios representantes, tampoco los podrá controlar, ya que el elegido le hará mucho más caso al partido y a las personas que lo cooptaron para el cargo que a quien lo votó, que se convierte en mero referente ocasional con motivo de las elecciones. Ocupado el espacio electoral por una ley tan injusta como inapropiada para restablecer el prestigio de los políticos, las diferentes formaciones crearon una burocracia inmensa cuyo coste fue difícil de mantener y, también, unas campañas prohibitivas para sus propias tesorerías, que en parte fueron costeadas con cargo a los Presupuestos del Estado y con no pocas aportaciones clandestinas también, de empresas privadas que a cambio obtenían los consabidos contratos de las diferentes administraciones del Estado, comunidades autónomas y municipios. Me temo, como bien afirmara Ignacio Sotelo, que los partidos esperarán a que pase el chaparrón y se apacigüen los ánimos, sin comprender nada que pueda disminuir su poder acumulado. La corrupción inherente a semejante régimen de partidos cooptados y tan obsesionados por la supremacía aún a costa de dañar los intereses generales fue asumida por muchos como el necesario coste del sistema impuesto durante el posfranquismo. Joan Garcés, en 1996, afirmó que "los equipos cooptados consolidaron su control total sobre las máquinas electorales, dominaron los recursos financieros clandestinos por medios inconfesables, cuando no ilícitos. La masa de dinero negro ha sido usada a discreción por los cooptados, sin rendir cuentas de su monto y origen a ningún órgano de control interno ni externo, público o privado, usándola para sucesivas cooptaciones en círculos concéntricos y someter tanto a los cargos orgánicos como a los de elección por sufragio que aceptaron figurar en tales listas cerradas y bloqueadas".También fue ocultado el dinero prestado por la banca a las cúpulas políticas u otras fuentes más de financiación. Fruto de esas técnicas son el actual desprestigio de parlamentos y consistorios, los partidos desacreditados y que nadie parece pedir nunca explicación alguna de los millones empleados en financiar a las organizaciones y sus campañas electorales, o sobre quien disponía de su recaudación, contabilidad y destino. La eficacia de tales técnicas es lo que ha mantenido a núcleos básicos del sistema político-económico en la corrupción política, ideológica y económica. Es hora de una purga, de que exista más control en contratos, del endurecimiento de las penas y, sobre todo, del cambio de talante para que se asuma el perjuicio que se hace a la democracia y más cuando en plena crisis se ve que, a pesar de los procesos, el dinero jamás aparece.

* Catedrático