Como bien sabe el lector de los artículos del cronista, éste no ha usado jamás el pronombre de primera persona en los trabajos consagrados a Córdoba --tampoco, por lo demás, en los restantes, ya de temática nacional, ya de internacional--. El "yo" resulta a menudo desagradable, cuando no odioso, y, de otra parte, es de muy arriesgado empleo en asuntos de una mínima envergadura.

En la ocasión presente, sin embargo, se hace obligado, malgré lui y a redropelo, su uso por imperativo del guión. Este no es otro que el trazado por la reluctancia de más de uno de sus amables corresponsales ante la circunstancia de que alguien no nacido en la tierra de Góngora y don Juan Valera aborde cuestiones de palpitante actualidad cordobesa de acuerdo con su vocación más que profesión de intelectual independiente, si es permitida la redundancia. Nacido en el dieciochesco barrio sevillano de San Lorenzo, de padres jiennenses, casado con una cordobesa de impecable pedigrí y padre de cordobeses, vino en 1975, por libre elección, de la tercera Universidad española a prestar sus ilusionados servicios a la flamante Alma Mater de la ciudad califal, con absorbente e insobornable entrega, al igual que tantos de sus colegas, a las tareas de enseñanza e investigación propias de la más alta institución docente. A poco de sumergirse de fond à comble en la excitante labor de consolidar el primer centro educativo de la provincia en una época de alegre y apresurada siembra de establecimientos superiores por toda la geografía peninsular e insular, tuvo la inmensa fortuna de aglutinar el admirable esfuerzo de incontables catedráticos, profesores y eruditos de toda la región cara a un magno acontecimiento. Porque, en efecto, el Primer Congreso de Historia de Andalucía poseyó --y, aun más insólito, sigue poseyendo-- el muy raro privilegio de gozar del aplauso unánime de la comunidad historiográfica del país, que lo ha enjuiciado como el paso más importante, cualitativa y cuantitativamente, dado hasta el presente en el conocimiento del pasado de nuestra tierra. Fue, en verdad, un momento estelar de la cultura española en el hervoroso y esperando despegue de la hazaña cívica que constituyó la Transición. Como los vencedores de Azincourt, sus participantes bien pudieron exclamar "yo estuve allí..."

Después vinieron días y trabajos que tejieron una biografía que, con numerosas manquedades y errores y algún que otro acierto, estuvo permanentemente ennortada al progreso de sí misma y al de sus circundantes a través del ensanchamiento de su paralaje cultural. Por razones de proximidad, las buenas y patricias gentes de Córdoba centraron sus afanes y anhelos, vertidos casi indeficientemente a través de las páginas hospitalarias del Diario CORDOBA, que nunca requirieron acreditaciones ni carnets. Tal fue el motivo por el que, muy espaciadamente y solo cuando la cita con los deberes más inexcusables de su oficio semejaba inesquivable, se decidiera a afrontar públicamente, con la modesta medida que le es propia, temas de suma gravedad para el presente y, sobre todo, el porvenir de la ciudad de la que el articulista tiene la enorme fortuna de formar parte de su vecindario.

En tiempos de procelas y, muy singularmente, de problemas a primera vista irremontables como sucede hodierno, su animosa pluma se explanó con más voluntad que éxito por las zonas más arriscadas de las "cuestiones del día", a fin de contribuir, homeopáticamente, a la formación de una conciencia ciudadana para despejar las incógnitas del futuro inmediato y dejar expedito el camino para la realización plenificante de las generaciones más jóvenes, meta sagrada en cualquier sociedad y más cuando se rige por los principios de la democracia.

Estas son, en fin, las credenciales cordobesas mejor que cordobesistas del cronista para continuar en el tajo. Pero, naturalmente, siempre habrá tiempo para dejarlo si existen sectores que deseen patrimonializarlo.

* Catedrático