El sábado pasado, mientras que veía por televisión pancartas inspiradas por los obispos y escuchaba proclamas que me condenaban al fuego eterno, no dejé de pensar en Hipatia de Alejandría. Una mujer que gracias al milagro del cine se ha hecho visible, pretexto que por cierto han aprovechado algunos escritores más preocupados por los derechos de autor que por el compromiso de revisar una historia escrita en masculino. Bienvenidas sean sus obras, a pesar de la más que dudosa calidad literaria que se adivina en sus oportunistas portadas, aunque solo sea por recuperar el nombre de una mujer que encierra a su vez el de otras muchas mujeres.

La fuerza de la historia de Hipatia radica en la excepcionalidad de que una mujer, en el siglo IV d. C, consagrara la vida a sus pasiones intelectuales y fuera reconocida públicamente como una maestra. Algo aún más excepcional en una época marcada por la decadencia política, el fanatismo religioso y las alianzas entre el poder y un cristianismo que había aprendido rápidamente a desenvainar espadas. Pero, a mismo tiempo, la historia de Hipatia es la de otras muchas mujeres que a lo largo de la historia desafiaron el orden patriarcal y por eso fueron tachadas de putas o brujas. Sus nombres encierran a su vez los de muchas mujeres anónimas que durante siglos han tratado de mantener su autonomía y de ser las dueñas de su cuerpo y de su alma. Incluidas las que todavía hoy, cuando alcanzan el poder, lo hacen por concesión masculina y sometidas a la voz de un hombre que sigue pretendiendo hablar por ellas.

En la película de Amenábar, cuando Hipatia va a ser sacrificada, la tapan con una tela negra que bien podría ser un burka. Uno más de los que las mujeres han llevado con diferentes formas y texturas, algunos invisibles pero pesados, y que las han hecho permanecer tras las celosías, en silencio y con la palabra sumisión derramando sangre por los labios. Un burka que ha existido en todas las religiones y en casi todas las culturas. Vean para comprobarlo el último número de Vogue, Cosmopolitan o Telva.

La vida y muerte de Hipatia debería ser contada en las escuelas para recordar la mucha sangre que se ha derramado en nombre de los dioses y los peligros que acaban encerrando las religiones. Ella representa frente al dogmatismo la fuerza de la razón, la capacidad de cuestionarlo todo, la duda y la inquietud, las ansias de aprender y, a través de ellas, de amar. Su muerte, y junto a ella la destrucción de la biblioteca de Alejandría, es el símbolo de una constante en la historia de las religiones: su lucha contra el librepensamiento, contra las tribunas sin censura. En fin, su miedo al pluralismo y a la capacidad de disentir. Los dos ingredientes que permiten distinguir el saber de la creencia.

El obispo que instigó el brutal asesinato de Hipatia fue elevado a los altares y nombrado Doctor de la Iglesia. Como tantos otros que han salpicado las escrituras con sangre y que incluso han cubierto con sus palios a dictadores y sátrapas. Los restos de Hipatia ardieron y luego fue olvidada durante siglos. Tal vez sea el momento de beatificarla en nombre de una religión cívica en la que yo, hastiado de púlpitos que me hacen culpable, necesito mirarme para convencerme de que la convivencia democrática sólo es posible si la basamos en saberes y no en creencias. Porque cada estoy más convencido de solo desde al amor a la filosofía es posible amar de verdad a los demás. Y porque tal vez hoy más que nunca necesitamos de esas brujas y putas que se rebelaron contra los barrotes de la jaula en las que el patriarca pretendió domesticarlas.

* Profesor de Derecho Constitucional