Otra vez, querido lector/a, usted, que quizá como yo busca en esta columna algo de dignidad que echarse a la boca de la conciencia, la corrupción, o mejor, la podredumbre política, no ha dejado solos. Abandonados a nuestra suerte en esta gran ciudad del pecado en la que está convertido el territorio patrio. Da igual que haya muchos o pocos corruptos políticos; aunque haya demasiados. El caso es que la subversión de la política es como una mosca en una tarta recién elaborada: da, sencillamente, asco. Y lo que es peor: arruina la labor del pastelero. No piense en las siglas de ningún partido en concreto. A todos, una maldita mosca se les ha parado en la tarta tantas veces que la filosofía política de Auguste Comte es solo un maldito sarcasmo: como todo en Sin City (Ciudad del Pecado). Supongo que Frank Miller, su creador, no tuvo más remedio que inventarse a John Hartigan, aquel policía honesto que tuvo que sacrificar todo --su matrimonio, su trabajo, su libertad, su dignidad-- por mantener viva a una delgada e inocente niña de 11 años: Nancy Callahan. No sé qué le parecerá a usted, pero para mí Nancy se parece cada día más a nuestra democracia. Y quizá, su dignidad y la mía, a la del detective honesto John Hartigan, que tuvo que sacrificar todo por mantener la inocencia, la esperanza y la pureza vivas. Acabo de meter Sin City en el DVD --el cine es un lenitivo para conciencias transidas de realidad--. Hartigan está en el embarcadero frente al hijo pederasta del senador. Este, con Nancy aprisionada entre sus brazos, trata de persuadir a Hartigan con las represalias de su padre. Hartigan recibe un par de balazos por la espalda de un policía corrupto comprado por el senador. Aún herido, mata al pervertido. Hartigan es rematado por su compañero y Nancy es abandonada a su suerte. Esto es Sin City . Realidad o ficción. O las dos cosas.

* Publicista