Siempre he pensado que esta ciudad necesita reinventarse. Lleva demasiado tiempo prisionera de sus bellezas y bien es sabido que la cárcel es enemiga de los vuelos altos. Por eso siempre he creído que el proyecto de la capitalidad cultural podría ser un magnífico pretexto para dar ese salto y para rearmarnos, sin renunciar a todo lo magnífico que ya tenemos pero sabiendo abrirnos a todas las posibilidades que la contemporaneidad nos ofrece. Habría pues que quemar por el camino muchos malos hábitos, airear bastantes habitaciones, mojar muchas piedras para que pudiéramos escuchar con claridad su legado y jugar con la tierra para impedir que las raíces nos inmovilicen.

El fuego, el aire, el agua y la tierra encierran todas las claves que nos permitirían superar la modorra que en tantas ocasiones han alimentados las instituciones. Los cuatro elementos contienen todas las promesas desde las que, con inteligencia y arte, es posible recomponer el puzzle y hacer que Córdoba, siendo la misma, parezca al mismo tiempo otra ciudad. Más libre, más moderna, más juguetona, menos complaciente.

Hace unos días hemos tenido la oportunidad de disfrutar fugazmente de esas promesas. El aire, el agua y el fuego consiguieron que por unas horas la ciudad pareciera otra, desplegara alas que tenía dormidas y se ofreciera a la ciudadanía como un campo ancho en el que coser pasado y futuro. Yo al menos tuve esa sensación cuando fui subiendo los escalones del Bailío guiado por las velas, como si fuera un nazareno en una procesión laica, como si de repente la calle se hubiera transformando en una capilla sin religión ni jerarcas, en una alfombra desde la que cada cual, libre en su conciencia, pudiera perseguir unas dosis de felicidad. En la plaza de cal pálida y faroles naranjas, en ese lugar de postal setentera y dolorosas enjoyadas, descubrí otra plaza y me resultó fácil sentirme solo a pesar de estar rodeado de gente. Redescubriendo que la única divinidad en la que creo es la belleza. Mucho más que la nube simplona de la Mezquita o que el agua infantil del bulevar, el fuego del Bailío me iluminó y me hizo comprender la dirección en la que deberíamos trabajar. Me reconocí en esa cuesta llena de velas porque nuestra cultura está llena de ellas, en las ventanas, en las capillas, en los apagones, en los restaurantes, en los conventos. Sentí que en las miles de llamas vivía algo en lo que yo lograba reconocerme y, al mismo tiempo, percibí que con ellas podían hacer dibujos inéditos y recorridos inesperados. Y, por supuesto, volví a sentir el efecto purificador del fuego del que tanto saben las culturas mediterráneas y del que aún nos queda tanto por aprender en Córdoba.

Aquella noche de julio comprendí que el secreto del porvenir está en saber quemar a tiempo los restos del naufragio y en aprovechar la luz del fuego para seguir caminando. Algo que deberíamos practicar más a menudo en una ciudad en la que tanto nos gusta fustigarnos y en el que tantas energías y tiempo perdemos criticándonos y poniéndonos zancadillas. Una vez más entendí que si esta ciudad quiere tener futuro necesita soltar muchos lastres y quemar muchas actitudes que la condenan a conjugar siempre los verbos en pretérito. Y asumir de una vez por todas que es el momento de sumar y no de restar. Por eso, y mientras que otros y otras parecen empeñados en hacerle la vida imposible, aquella noche encendí una vela en Capuchinos por Carlota. La capitana de un navío que, espero, no hagamos naufragar gracias a nuestra ceguera y a nuestra falta de generosidad institucional.

* Profesor de Derecho Constitucional