La televisión está asociada a la rutina y a ella se pega como lapa ejerciendo de tabla de salvación en esos momentos en que la imaginación personal está más apagada que la tele analógica en Los Pedroches. El Gobierno, aprovechando la transición a la TDT, debería escoger un grupo de personas dispuestas a apagarse de la tele un tiempo. A ver qué resultados científicos obtendría. En el hábitat normal, seguro que depresiones e incremento de atracones gastronómicos, como cuando te quitas de fumar. Pero si a ese grupo lo mandas de viaje a recorrer mundo y a vivir experiencias nuevas, a la playa a tumbarse al sol del chiringuito o de turismo rural a un pueblo, a escudriñar los rostros y modos de sus habitantes, seguro que nadie echaría de menos el aparatito. Si acaso, algún torneo veraniego de fútbol o, a lo sumo, los informativos y el tiempo, aunque para eso está la radio. En su día la tele cumplió su papel de leyenda al hacernos saber que había un mundo más allá de las calles del pueblo. Por ejemplo, el del hombre subiendo a la Luna, el de los cardenales en cónclave en el Concilio Vaticano II, el de la boda de unos reyes -Balduino y Fabiola- o el de unos atardeceres con Bonanza , que entonces tenían más atractivo que jugar a la piola o a la bola la corría . Cuando el televisor irrumpió en nuestras vidas se convirtió de momento en un distinguido objeto de deseo, lo mismo que el frigorífico y el sofá, inventos sociológicos que marcaron la huida del campo a la ciudad. Con el tiempo, el televisor se ha vuelto tan vulgar como un reality show en el que reinan personajes que no son ejemplo de nada. Un apagón televisivo quizá acarrearía algún vacío temporal. Pero en nada comparable al mental que produce haber perdido tres horas viendo a la Patiño y a Mariñas.