Creo que por otras circunstancias ya lo he escrito hace tiempo en esta columna, me molesta, me fastidia hablar por teléfono. Tal es así que solo lo utilizo, para, escuetamente, notificar una noticia o comentar una entrevista, siempre sin darle la opción al comunicante para contar o dejar que lo cuenten o que se lo cuenten.

En realidad estimo que le doy demasiada importancia a la palabra, me importa mucho el gesto.

De siempre ha sido así por timidez, desconfianza de nosotros mismos de no ser capaz de transmitir la emoción, la urgencia del mensajero o, por el contrario, la vacuidad del tema que malamente justifica finalmente, la voz amistosa de tono metálico, que pretende ser acogedora y que recuerda los altavoces de las estaciones de Renfe que decían: "Tren procedente de Mérida con destino a Cáceres, efectuará su llegada por el andén segundo vía primera" y ahora me advierte que "ha llamado al número 962861573 y en estos momentos no podemos atenderle, vuelva a llamar". Por aquello de que las ciencias adelantan que es una barbaridad, leo y me entero que se podrá poner en funcionamiento la lavadora, encender el horno o apagar la refrigeración, llamando por teléfono desde el bar de la esquina.

No quiero ni pensar que llame a casa de un amigo y me salte una voz metálica y muy seria, me informe: "Aquí la cocina de la familia de López de Rebollar, no hay nadie en casa pero ya que ha llamado, marque el 888 y se pondrá en marcha el horno. ¡Muchas gracias!".

Ese día renunciaré, por siempre jamás a utilizar el teléfono.

Mi desconsuelo va siendo cada día mayor, los móviles han proliferado como hongos y vas por la calle y ves desde niños de diez años a abuelotes de setenta, colgados del citado aparato. ¡Qué horror!

* Publicista