No tuve nunca un profesor como Frank McCourt, ni luego ningún compañero que me lo recordara. Hubo una vez una serie llamada Lucas Tanner que protagonizaba un profesor de esos súper ferolíticos y guays del paraguays, y en la película El club de los poetas muertos otro sujeto se empeñaba en hacernos creer que se pueden conseguir algunas cosas en ciertas clases poniendo en práctica determinadas estrategias, que por supuesto son inoperantes en la vida real. Por eso, mis preferidos fueron aquel otro de la serie italiana de los setenta Historias de un maestro , quizás por ser latino y moverse en un ambiente más parecido; y también el inefable magíster de Crónicas de un Pueblo , que se tiraba las tardes discutiendo del Fuero de los Españoles con el cura y el alcalde, en plan bonachón, genio y figura de lo que se trataba de hacer pasar por una dictablanda. Bueno, tuve un profesor de francés, un tanto histérico y diabético que sí, que en sus mejores años, antes de su final e irremediable derrumbe en los infiernos de las debilidades humanas, pudo habérsele parecido a McCourt. El irlandés, nacido al revés que todos los irlandeses, pues vio la luz en Nueva York y luego volvió a Irlanda a malcriarse para regresar hecho un incorregible escéptico a Norteamérica, confesaba que sólo pudo escribir en su vejez porque después de cinco horas diarias de clase con adolescentes no le quedaban muchas ganas de filosofar, sino de descansar. Por cierto, su libro El profesor debía ser de obligada lectura en el gremio y puntuar en las oposiciones. Pero me temo que no lo será, es demasiado auténtico.

* Profesor