Algunos atardeceres suelen ser muy crueles. Los hay incluso agudos como espinas. Son los que acostumbran a tornarte el semblante. Esos en los que uno se siente contrariado, como aquel tipo que despojó a la naturaleza de un trozo de paraíso para rellenarla de cemento y vallas tapizadas con setos de boj y enanitos en el jardín. Ese que en la notaría se topó con un paisano y le espetó: "No le digas a mis padres que me metí a constructor, que sigan pensando que trabajo de camarero en aquel club de carretera". Así me encuentro ante esta lata de carne de membrillo que guarda los restos de un naufragio, los despojos de aquello que fuimos un día y los muertos que me amaron. Allí están ellos cuajados de surcos y aristas con la mirada fija como sacados de una película de Pasolini. Son los mismos que se dibujan de un modo suave en las facciones de mi hija. También duerme en esta caja de Pandora un niño, cuyo parecido con ella es asombroso, que sueña con llegar a ser jugador del Real Madrid. Estampas de limón que te escuecen el alma. Tiempos en los que uno se recuerda feliz, o tal vez no, porque siempre aparecía presto un centinela inquisidor para señalarte u ordenarte callar con el dedo índice entre sus labios. Este cofre suena como una sonata de Bach y si cierro los ojos puedo evocar el olor de las flores del patio de mi casa, el del serrín en la taberna de mi padre en los días de lluvia o el de los callos que mi madre prepara en la cocina. Apago ya este mar de sensaciones, la nostalgia es un tigre difícil de cabalgar, acaban de llamar a mi puerta, voy a ver quién es.

* Guionista-realizador TV