Hay mitos, quizás por eso son mitos, que se mantienen durante años, a pesar de los hechos. Algunos, incluso, se convierten en tabúes, algo de lo que hablar implica la descalificación ideológica y, a veces, profesional. Uno de esos tabúes en economía, y de los más persistentes, es el tema de las cotizaciones sociales.

Fue en el siglo XIX, en plena Revolución Industrial, cuando los movimientos obreros consiguieron, no sin dificultades, que naciera la Seguridad Social. Dado que los trabajadores solo tienen como fuente de renta su salario, y que esta renta la perdían cuando estaban en paro, enfermos o cuando eran mayores, los movimientos sindicales incluyeron entre sus primeras reivindicaciones no solo mejoras salariales, sino la cobertura de esta "inseguridad". Nacería así la Seguridad Social: la cobertura de las bajas por enfermedad y las pensiones y, con el tiempo, la cobertura por desempleo. Para financiar este gasto, los sindicatos lograron, además, que los gobiernos legislaran un impuesto finalista que llamamos cotizaciones sociales. Desde entonces, los gastos sociales están íntimamente unidos a las cotizaciones y ambos son tutelados por los sindicatos.

Pero hace 150 años, en parte, los engañaron. Y los engañaron porque las cotizaciones sociales, con cargo a la empresa, son un simple impuesto indirecto que grava el uso del trabajo, por lo que es un coste para la empresa, pero que, al incluirse en el precio final de los productos, pagan, al final, los consumidores, o sea, los mismos trabajadores. Las empresas se ven afectadas por ellas, pero son, en principio, meras recaudadoras del impuesto.

De este hecho, que debe ser terriblemente complejo por la persistencia del mito, se pueden extraer tres conclusiones importantes. La primera es que las cotizaciones sociales son un impuesto que penaliza la contratación de trabajadores, el coste del trabajo, por lo que afecta al nivel de empleo a largo plazo. La segunda, es que es que son un impuesto indirecto y, por lo mismo, regresivo, por lo que las personas de menor renta lo pagan en mayor proporción. Y, finalmente, es un impuesto indirecto que grava el trabajo de los trabajadores españoles, disminuyendo la competitividad exterior de nuestros trabajadores frente a los de los países que no las tienen (esto se llama en comercio internacional "dumping social"). Dicho de otra forma, mientras que el IVA (también un impuesto indirecto regresivo recaudado por las empresas y pagado por los consumidores) grava por igual los productos nacionales y a los exteriores, las cotizaciones sociales son un impuesto indirecto que solo grava el trabajo que venden los trabajadores españoles. Y esto, en una economía muy abierta, como la española, es determinante. La gran ventaja de las cotizaciones sociales es que es un impuesto indoloro políticamente, porque la gente no sabe que lo paga. Más aún cree que lo pagan otros, a los que considera ricos, los empresarios.

Por todo lo anterior, me sorprende la persistencia del tabú. Es cierto que esta bajada aumentaría los beneficios empresariales a corto plazo (porque no creo que las empresas las repercutieran en bajadas de precios), pero, y es más importante, a largo plazo permitiría a la economía española acompasar más rápidamente los costes laborales a la productividad real y mejorar significativamente nuestra competitividad exterior, lo que ayudaría a recomponer nuestra estructura sectorial (industria), al tiempo que permitiría un mayor nivel tendencial de empleo.

Las cotizaciones sociales son solo una forma antigua de financiar el gasto social. De hecho ya no financian las prestaciones sanitarias en muchos países. No estoy diciendo que se recorte el gasto social, ni las pensiones, solo estoy diciendo que se financie de otra forma, mucho más justa (progresiva) y, desde luego, con menores costes sociales en forma de paro y de pérdida de competitividad. Y no hay que inventar mucho, basta darse una vuelta por Europa. Pero, claro, eso supondría destruir mitos y tabúes tribales y hacer una profunda reforma de nuestro injusto sistema tributario. O sea entrar en el siglo XXI.

* Profesor de Política

Económica. ETEA