La voz no es mi fuerte. Tengo que reconocerlo. Cuando hablo, me sale un sonido cavernoso de difícil interpretación, sobre todo a primeras horas de la mañana. Mis amigos me consuelan calificando mi voz de personal. No está mal, pero no me importa demasiado porque me he acostumbrado a ella, a economizarla hablando bajito y convirtiéndome, las más de las veces, en un contertulio de pocas palabras en una especie de convidado de piedra.

No niego que me hubiera gustado tener una voz clara y firme, y mucho más, siendo amigo, como lo soy, del protocolo verbal, y observador atento de los recursos gestuales que acompañan a la dicción. Y que tengo que dominar para hacerme entender. Mi voz es bajita pero desagradable. Es así desde siempre y no ha mejorado con los años.

Hace solo unos días, pasadas las 11 de la mañana de un día de la Feria del Santo, cuando apuraba el último frescor de la mañana sentado en mi ordenador, sonó el timbre del teléfono con insistencia. Lo cogí mecánicamente: "¿Diga?" Para mi sorpresa, contestó una voz de mujer visiblemente enojada.

Hombre, por fin has llegado. Y mira, qué voz traes. Así habrás bebido y gritado.

No pude contestar porque la bronca no daba tregua. "Seguro que has llegado después de las 6 de la mañana. ¿No te da vergüenza habernos tenido esperándote toda la noche? Así tienes la voz. Da pena oírte".

Ya no aguanté más. Elevando el tono cuanto pude, casi le grité:

" Que se ha equivocado usted de número, señora. Y mire usted, yo ni siquiera he bajado a la feria".

No dijo ni pío. Se limitó a colgar. En ese momento, no sabía si cabrearme o reírme. Opté por lo último. Pero, desde entonces, contesto al teléfono con prevención y carraspeo para aclararme la voz, antes de que me confundan con el mismísimo Gargantúa.

* Maestro