Parece que Cronos no discurre de igual modo dentro que fuera de la Iglesia, ya que de no ser así no podría entenderse que los obispos vascos hayan tardado tanto en reconocer lo que para otros es obvio desde hace tiempo. Aún siendo así, tiene su mérito el hecho de que ahora lo reconozcan con humildad franciscana tras 73 años, entre otras razones porque pone en evidencia al resto de sus colegas españoles, quienes aún continúan guardando silencio. Hace un par de años, en septiembre de 2007, escribí un artículo en relación con este mismo tema, a raíz de que la Iglesia de España hubiese desenterrado a sus mártires de la II Republica y de la Guerra Civil, declarando las virtudes de tan sólo una parte de sus propias víctimas y olvidando que existieron multitud de católicos y también un grupo de doce sacerdotes nacionalistas y dos religiosos vascos más que murieron fusilados sin juicio alguno, entre octubre del 36 y el año 1937, por las tropas nacionales de Franco en su avance por Euskadi, a los que jamás se plantearon beatificar por su martirio y ni tan siquiera darles un digno funeral o registrarlos como sacerdotes en los respectivos libros parroquiales. ¿Fueron ellos objeto o no de persecución religiosa por parte de sus verdugos? ¿Acaso no murieron perdonando igualmente a sus enemigos? Durante años los jerarcas católicos se avergonzaron de que, con su fe en Jesucristo y su testimonio cristiano, estos hermanos suyos en el presbiterado permanecieran fieles al lado de su pueblo y con lealtad a las instituciones legítimas de la República. Todos aquellos para mí fueron mártires y así lo expresé en la referida fecha de mi otoño político. Porque estar con su pueblo, como testimonio cierto de fe es a mi juicio un triunfo más en la prueba "en virtud de la sangre del Cordero". El permitió, tal y como para los otros eclesiásticos del bando nacional afirmara monseñor Asenjo Pelegrina, que "no amaran tanto su vida que temieran la muerte" (Ap.12, 11). Ellos fueron también modelos ciertos y testigos del amor más grande, el que da su vida por los demás, muriendo como verdaderos cristianos. Hoy, las diócesis vascas con sus obispos al frente y el visto bueno del Vaticano pero sin el permiso del cardenal Rouco Varela, sin querer reabrir heridas sino más bien para ayudar a curarlas o aliviarlas, como bien nos recordara monseñor Asurmendi en la homilía, han saldado su deuda histórica, sin la representación por parte de la CEE a la que parece no haber sentado muy bien del todo la idea de que los mitrados de Euskadi quieran "purificar la memoria, servir a la verdad y pedir perdón" ante el injustificable silencio de los medios oficiales de nuestra querida Iglesia ante sus muertes. Los han rescatado del olvido después de tantos años, cuando tan solo los fallecidos pervivían ya en la memoria de sus familiares y feligreses. Durante la dictadura y la Transición, el episcopado vasco siempre faltó a la verdad y actuó en contra de la justicia e incluso de la propia caridad, tal y como ahora ellos mismos reconocen al entonar su "mea culpa" particular, ya que fueron ignorados los mártires y no los rescataron del olvido. Es pues, un acto de justicia reparadora y reconciliadora el que sus datos y reseñas de vida y muerte puedan aparecer al cabo de los años en los respectivos boletines oficiales de cada diócesis y sus nombres inscritos en los registros y libros parroquiales de sacerdotes fallecidos, junto con los de los dos religiosos que sí lo fueron en su tiempo. Nunca es tarde para construir la memoria y menos aún para olvidar a las victimas, creo que es bueno para la propia Iglesia católica, por eso no entiendo la posición mantenida por quienes capitaneados por Rouco y Martínez Camino sí que podrían reconocer el gesto de sus hermanos vascos, en lugar de verlo como algo que golpea la línea de flotación de la CEE, que como sabemos pretende realizar su particular ejercicio de memoria histórica, ya que continúa sin reconocer aún otros hechos ni han pedido tampoco perdón por haber borrado del mapa a los referidos eclesiásticos vascos y demás católicos que no apoyaron el golpe militar de julio del 36 y si acaso ellos olvidaron también su fe en Jesucristo. Muchos culminaron su existencia defendiendo la legalidad, incluso siendo pasados por las armas en las tapias de algún cementerio por las tropas de Franco y de sus generales. Pero ¿fueron o no aquellos buenos cristianos y con una vida tan ejemplar como la de los otros casi 500 españoles del bando nacional a los que la Iglesia, tras desempolvarlos de sus archivos por Juan Pablo II a sabiendas de que habían surgido desde el bando de los vencedores, hace un par de años los elevara hasta los altares? Convendría pues un reconocimiento del daño causado, en el que tuvieran cabida quienes malgastaron su vida en la guerra o durante la represión franquista. Es lo menos que por ellos podría hacer hoy la Iglesia de Roma.

* Catedrático