Paseo por las calles de esa ciudad dentro de una ciudad que es el Cementerio Colón y voy descubriendo en las lápidas todo lo que La Habana fue. Escucho las historias que me cuenta Jorge, capaz de diluir las fronteras entre la literatura y la vida, y sus ojos me revelan todo lo que Cuba ha ido perdiendo.

A pesar de la sonrisa, que es una especie de salvavidas para los hombres y las mujeres de la isla, hay en su mirada un poso de tristeza. En sus ojos agridulces uno puede descubrir las lágrimas que se tragó cuando su padre se marchó a Estados Unidos para no volver, las que se convirtieron en puñales cuando tuvo que enterrar a un hermano que no aguantó el peso de la isla, las que trata de convertir en helado de fresa cuando se ve obligado a ocultar sus pasiones. Hasta cuando ríe su mirada es triste, como lo es su cartilla de racionamiento o el sueldo mísero que hace unos días dejó de cobrar por tener opinión propia.

La historia de Jorge es también la historia de Ulises, de Angel, de Isabel, de tantos cubanos y cubanas a los que la revolución les hizo crecer las alas pero luego encerró en una jaula. El régimen que desde las tribunas de la Universidad de La Habana, y a través de voces que se resisten a dar entrada a nuevas palabras, sigue justificándose a sí mismo más sobre la exaltación del enemigo que sobre el análisis autocrítico de su propias luces y miserias. Porque no me cabe ninguna duda de que la revolución apostó por los derechos sociales y culturales y trató de hacer real la utopía socialista, pero también es cierto que se olvidó de las libertades individuales y del pluralismo. Dos ingredientes sin los que cualquier régimen político acaba degenerando en un fundamentalismo que pisotea la dignidad de muchas gentes, sobre todo desde el momento en que les niega el bendito derecho a equivocarse.

Después de conocer de cerca el laberinto sin salida en el que viven Vladimir o Michael, a los que me encontré en el Malecón tratando de ganarse la vida con su labia mientras que otros lo hacían con su cuerpo, no logro entender cómo sigue habiendo políticos e intelectuales de izquierdas que tratan de justificar un régimen que hace tiempo degeneró en dictadura. Cuando descubres que detrás de cada rostro sonriente hay una persona humillada, es imposible comulgar con un sistema que se quedó paralizado en el discurso anti-imperialista y en una visión tan simplista como maniquea de las realidades políticas y de la historia. Por eso sería urgente desatar complicidades y ayudar en la medida de lo posible para que se abrieran los barrotes de la jaula. Algo que no será posible mientras que EEUU siga dando motivos para que el régimen pueda justificar su discurso defensivo y mientras que la ciudadanía de Cuba carezca de espacios, y por supuesto también de recursos, para desde dentro ir alumbrando una transición pacífica. Un objetivo que, como muchos me confesaban, será difícil porque hay mucho dolor y mucho resentimiento acumulados.

Yo solo espero que más pronto que tarde esa isla de poetas rompa la ficción que la mantiene asfixiada y deje de conjugar tantos verbos en pasado. Algo para lo que también será necesario que nosotros mismos dejemos de contemplarla desde la comodidad de los hoteles de 5 estrellas y con los bolsillos repletos de pesos convertibles con los que compramos camisetas del Ché.

Se lo debemos al futuro de Jorge y al pasado de su madre, esa mujer fuerte que continúa luchando a pesar de que las heridas nunca cicatrizaron. Se lo debemos a una isla en la que, como escribiera Dulce M Loynaz, conviven pese a todo "la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas".

* Profesor de Derecho