Aferrarse a los iconos, típicos o simbólicos, no es solo costumbre española. En los USA, desde su asesinato, no han parado de engrandecer el de Kennedy; lo mismo hacen los ingleses con Lady Di y en Francia, medio siglo después, sigue en el machito BB, que en su buena época produjo más divisas que el conjunto de las industrias galas. Aquí, quizá, los iconos populares sean más numerosos y pasajeros que en otros países. Durante el franquismo tuvimos unos iconos infantiles que cantaban --Marisol y Joselito--, pero los de hoy ni siquiera cantan pues les basta con existir en tertulias y mentideros, como le sucede a Andreíta de Ubrique, convertida en icono mediático por su espabilada mamá, la cual ha conseguido que todas las marujas nacionales estuviesen interesadas en la primera comunión de la chiquilla. En aquel tiempo oscuro empezamos, también, a importar iconos peloteros, como Di Stéfano y Kubala, negocio que se ha desmadrado con las cifras turbadoras de don Florentino para acarrear galácticos que se transformen en pingües iconos madridistas. Conducta que, en otro orden de cosas, es poco comprensible, diga lo que diga el retórico Valdano, pues en países de economías más sólidas venden a sus estrellas iconográficas y aquí las compramos a precio de suelo especulativo. Mientras tanto, quieren prohibir el asado de sardinitas a la vera de la mar, olvidando que los espetos, junto con los desaparecidos chanquetes, son iconos del mediterráneo andaluz, como lo es de toda España la silueta del toro de Osborne que quiso liquidar Borrell sin acabar antes con los iconos de la barbarie: el toro de cuerda o tirar cabras vivas desde los campanarios. Como estamos escribiendo de iconos ibéricos y se acaba la columna, no quiero olvidarme de Fraga bañándose en Palomares y Camacho dirigiendo la selección con los sobacos sudados.

* Escritor