Las elecciones presidenciales de Irán, culminadas con la reelección previsible del presidente Ahmadineyad, han subrayado de manera harto teatral los límites estrechos de la libertad otorgada por los ayatolás y el despiste de algunos de los antagonistas que, confundiendo sus deseos con la realidad, habían dado la impresión engañosa de que era posible el éxito del candidato alternativo, el también conservador Mirhusein Musavi. No menos previsibles eran las irregularidades o el fraude masivo que han provocado la confusión y las violentas protestas que solo afectan a los sectores minoritarios de Teherán, reformistas y liberales, además de algunos intelectuales y estudiantes, que denuncian el simulacro y se sienten frustrados por el intervencionismo asfixiante, la violación sistemática de los derechos humanos y la perpetuación del régimen teocrático. La ruidosa campaña electoral en Teherán y a través de las ondas, con aires de falso plebiscito, estuvo perfectamente dosificada y controlada por los que detentan el verdadero poder, el Consejo de los Guardianes de la Revolución. Las cosas seguirán como hasta ahora en Irán y en sus relaciones con el mundo. Ningún cambio a la vista en la política nuclear y contra Israel que tiene en vilo a EEUU y la Unión Europea. La prudencia de las reacciones internacionales confirma el fiasco de los que habían apostado por el candidato perdedor, mientras crece el desánimo de los defensores de los derechos humanos ante uno de los regímenes más represivos del mundo.