A pesar de todo lo avanzado en materia de igualdad de género, aún nos queda un largo camino por recorrer. La lentitud de las conquistas nos está demostrando que no basta con las medidas legislativas porque de lo que se trata es de romper con unas estructuras sociales y culturales con siglos de vida. El patriarcado es una suerte de depredador que todavía hoy sigue mostrando sus fauces, aunque últimamente de manera más sutil y bajo la apariencia de lo políticamente correcto. Solo así podemos explicar que en la actual legislatura apenas haya variado el porcentaje de mujeres en el Congreso, a pesar de la aplicación obligatoria de las controvertidas cuotas. Y es que el núcleo duro de los partidos sigue estando en manos de los hombres que son los que colocan y quitan a las mujeres. Tal y como aún sucede en la mayoría de los ámbitos sociales. Por eso son tan necesarias las políticas que cambien esa realidad. Ahora bien esta urgente necesidad no debería ir en detrimento de los mínimas exigencias de rigor y competencia que deberían presidir el ámbito de lo público.

En las últimas semanas me han sorprendido la defensa que desde medios supuestamente progres se ha hecho de mujeres "públicas" como Leire Pajín o Bibiana Aido, basadas en la argumentación de que las críticas recibidas habían sido especialmente duras por su condición de mujeres. Una defensa que en muchos otros casos está plenamente justificada pero que, en estos dos señalados, carece de fundamento. Porque las críticas que se han realizado a Pajín y a Aido han sido por su manifiesta incompetencia, por sus incapacidades expresivas y argumentativas y, en fin, por su más que discutible adecuación a los cargos que ocupan. Es decir, no se ha criticado, como en otras ocasiones sí que ha ocurrido con un evidente tufo machista, su manera de vestir o sus poses en una revista. Las críticas, al igual que las que habitualmente reciben muchos de sus colegas varones, se han basado en su actuación política, en su declaraciones o en los argumentos por ellas esgrimidos.

Como insistentemente ha reclamado Amelia Valcárcel, las mujeres tienen el mismo derecho que los hombres a ser malas. Por lo tanto, las mujeres deberían también tener el derecho a ser incompetentes, corruptas o ineficaces. Paralelamente, no deberían ser obligadas a una mayor exigencia que los hombres en la demostración de su valía. Sin embargo, algunas de las reacciones que he escuchado en defensa de la ministra y de la dirigente del PSOE, parecen escudarse en cuestiones de género para olvidar la exigencias de competencia, e incluso de excelencia, que en cualquier democracia deberíamos exigir a nuestros representantes, sean hombres o mujeres. Una defensa que flaco favor le hace a las y los feministas que entendemos que debe haber más mujeres en lo público para que lo público deje de funcionar de acuerdo con las coordenadas patriarcales.

Pero, más allá de este perspectiva de género, lo más lamentable es que las actuaciones de Pajín y de Aido, como las de otros muchos políticos hombres, son la expresión más evidente de la peligrosa tendencia por la que se está deslizando nuestra democracia. La de la mediocridad de nuestra clase política, la de la primacía de los eslóganes sobre los proyectos, la de la desafección lógica de una ciudadanía que desde la perplejidad está aterrizando en la apatía. Tal vez porque a nadie le interesa recordarnos que, como ciudadanos, tenemos el derecho a exigir que nuestros y nuestras representantes no sean buenos, sino que sean los y las mejores. Una exigencia que unos partidos, excesivamente preocupados por obtener "resultados dignos" en las elecciones, parecen haber olvidado para desgracia de nuestra sufrida democracia.

* Profesor de Derecho Constitucional